
Aún hoy, tras once meses exactos, después de habérmelo reconocido y explicado de tantas formas, todavía esta mañana, enfundada en este vestido que me han hecho a medida, feliz, porque lo estoy, sigo siendo incapaz de asimilarlo, tomar el problema por las orejas y mecerlo así, entre mis brazos, sopesarlo, comprender la magnitud del asunto.
Lo cierto es que siempre le he quitado importancia. Se la quitaba hace años, cuando la vida no era más que la universidad, el parque, las idas y venidas de la cafetería de la facultad a la tienda de discos. Y se la quité aquel día, hace once meses, cuando su nombre fue lo primero que me vino a la cabeza después de que Alberto me pidiera que me casara con él.
Quizá no lo primero. No. Quizá la gente que pasaba por nuestro lado, los curiosos que se detenían a mirarnos, el anillo, la emoción, todo eso fue antes. Pero después.
Me dije que habría que contárselo. Me pregunté cuál sería su reacción. Creo que una parte de mí, una que no debe haber pasado la veintena, aún conserva la esperanza. Hacerle ver, me imagino, con los ojos muy abiertos al fin, que dentro de mí nacen estrellas, que tiemblan los planetas y las historias que me bebo sin mesura. Que yo siento como nadie, pienso como nadie, puedo hacerle tan feliz. Y además estoy bastante bien.
Supongo que esa parte de mí se agarró a este último gesto —la boda, poder extender en su cara aquel mantel, iniciar el baile en que se me ve reír y hacer al amor de mi vida no sé cuántas promesas que han de durar hasta la muerte —, la puerta siempre abierta a la posibilidad de arrastrarlo y convencer a su indiferencia de que soy —siempre lo he sido —su mejor opción.
Y después qué. Volvería con Alberto, ya lo sé, acabada al fin, completa y satisfecha de saber que lo he logrado.
Se lo dijimos en el bar de abajo de casa. Alberto y yo. Los dos. Creo que nunca voy a olvidar su abrazo. Enhorabuena, dijo, claro que sí. Esa sonrisa suya de la que yo tiraba, aquel gesto que escruté incansable sin encontrar nada.
Y después los preparativos, el vestido, las flores, las mesas, reservar el viaje. Recuerdo haber escrito su nombre en el sobre de la invitación.
—¿Viene con alguien?
Alberto negó con la cabeza. Qué va, no. Rompió a reír sin una razón.
Once meses. Diez desde la última vez que lo vi. Y esta mañana me han despertado temprano, he estado con mi hermana en la peluquería, hemos comido despacio delante del vestido que cuelga de la puerta del balcón. Alberto me ha escrito a las doce. Dice que se muere de ganas. Lo cierto es que yo también. De la ceremonia, de la fiesta de —por qué negarlo —casarme con él.
Pero tengo este sobre delante —reconozco la letra —, que acaba de llegar. Lo abro y leo que no podrá asistir, que una urgencia, un viaje. Traduzco, que ha antepuesto su vida, me ha dejado de lado, como siempre, una vez más.
Así que me dejo vestir, maquillar. Agarro el brazo de mi padre y le permito conducirme hasta el altar. A lo lejos un rumor me pisa los pies. Una sombra.
«Quizá mañana —me digo, y por un momento lo creo de verdad —consiga callarlo. No pensar en él nunca más.»