“Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada en los quehaceres de adentro, sabía bien lo que pasaba en la planta baja y arriba. Otras veces eran los chicos que traían la noticia al Nene o a Luis. No porque vieran nada, pero si don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero del tigre y ellos volvían a avisar.”
Julio Cortázar, Bestiario.
Cada noche, hacia las nueve y media, cuando se ha terminado la sopa y los dientes están lavados, el pijama puesto, el uniforme preparado sobre un sillón, mamá les da las buenas noches, ellos la besan y rezan un rato, como les han enseñado, y después esperan a que ella apague la luz.
Cuando ambos están seguros de que ya no va a volver, la niña sale de su cama y se dirige hacia la de su hermano. Después, esconde la cabeza bajo el edredón. Todas las noches ocurre lo mismo, y todas, todas, ella lo vuelve a sentir.
–Tengo miedo –dice.
Y su hermano contesta:
–Lo sé. No pasa nada. Lo sé.
Entonces un brazo rodea su cuerpo, una mano le acaricia el pelo, una pierna le hace cosquillas en los pies. Y ella se cuestiona, cada noche lo hace, si de verdad ese que está ahí es su hermano, si no será otra cosa, otro a quien temer.
Por la mañana, durante el desayuno, pregunta:
–¿Vosotros creéis en los monstruos?
El hermano se burla de ella. La madre dice que sí.
–Pero están lejos –jura. –Todos. No pueden llegar hasta aquí.
Ella no la cree.
Durante todo el día se arrastra cansada, es incapaz de atender en clase, la profesora le pide la tarea y ella dice que no la pudo hacer.
Después la tarde cae de nuevo, el hermano y ella cenan en silencio, se lavan los dientes, las manos, es hora de ir a dormir.
Con las luces apagadas, enterrados ambos bajo la misma manta, esta vez se atreve. Se lo dice a él:
–¿Cómo sé que eres tú? –Pregunta. –Si no te puedo ver.
En el silencio de la noche, ella sabe que él sonríe.
–¿Alguien más sabe que en primero robaste a mamá su pañuelo y el perfume aquél?
La niña niega con la cabeza, en silencio, pero no se acaba de fiar.
El hermano vuelve a intentarlo. Pero esta vez:
–A mí también me da miedo. Mamá está mejor sin él.
Ella se sienta en la cama. Abre los ojos cuanto puede, pregunta:
–¿De verdad lo crees?
Porque la ha visto llorar por las noches, sola, y sabe que está asustada, a veces se encierra en el baño para que no la puedan ver.
–En casa está tranquila.
–Pues yo la veo asustada. Y tengo miedo de vivir sin él.
El hermano también se incorpora. Tantea con la mano el cajón de su mesita de noche. Encuentra una linterna. Después se hace la luz.
–No lo estarás diciendo en serio.
–Al menos él nos protegía, estaban enamorados. Ahora ya no sé.
Él sale de la cama, se acerca a la ventana y mira hacia el exterior.
–Me alegro de que se largara. Y de que no pueda venir. No era amor. Mamá me lo ha explicado bien. Cuando tenga una mujer, te juro que no seré como él.
–Pero y si vienen los monstruos.
–¿Qué monstruos? De lo que hay que tener miedo es de que ella le deje volver.
