Más allá de la muerte, o no.

Cuentan los viejos del barrio que, hace años, hubo un tiempo en que la poetisa lo fue de verdad. Días como este, de primavera, de medios días contra las paredes de cal y siestas a la sombra de los cipreses, en que su alma en pena callejaba y se dejaba enredar, peregrina y esclava de una loza, una fecha, un epitafio. Su Antonio.

Y los muchachos, las señoras que salían a tomar el fresco en el umbral de sus casas, los niños que saltaban rayuelas en busca de algún cielo y los perros que ladraban a la vuelta de las esquinas detenían sus pasos, el Albayzín congelado por el lamento de su voz.

“Mi Antonio –recitaba –, Mi Antonio era dueño de unos ojos azules más azules que el azul del mar. En los ojos de mi Antonio cabía el mundo entero. En su piel podía sentirse la brisa y olerse la playa y los picos nevados de la sierra. Sus manos eran mi hogar y en su pecho cantaban los pájaros y saltaban las liebres. Su cuerpo era un campo”.

“Una vez el sol lo confundió con una atalaya. Tan esbelto y moreno lo vio, que después de superar todas sus envidias decidió envolverlo para siempre, darle ese brillo con que nos dejaba a todos sin respiración”.

“El aliento de mi Antonio era un viento fresco y cálido a la vez. Respiraba al compás de cien melodías. Su corazón sonaba como el suspiro de un cello enamorado”.

Cuentan que una tarde dejó de hacer poemas, ya nunca más habló de él. Que conoció a esa otra, de la pañoleta en la cabeza y los collares de oro, aquella bruja de feria que intercambiaba monedas por teatro, mentiras, poco más . Solo que esa vez, fue de verdad.

Cuentan que se lanzó al tablero, a las preguntas, a la súplica desesperada de que todo aquello trajese una respuesta de su Antonio, Antonio, mira que morirte y dejarme aquí.

–¿Cómo es aquello, Antonio? Háblame del cielo o del infierno, háblame de donde estás.

Y el puntero de un lado para otro, la bruja que no daba crédito, la poetisa tratando de apuntar. Letras. Un misterio. Antonio, Antonio, ¿qué es lo que me quieres contar?

Y la respuesta del tablero, del viejo, “no hace calor ni tampoco frío. No se está del todo mal”.

Cuentan que la poetisa salió llorando de allí. Que recordó en ese momento las discusiones con su Antonio, que por qué no te apasionas con nada, que por qué ni sientes ni padeces, que por qué tan frío, que por qué nunca estás. Recordó la languidez, las conversaciones siempre a punto de expirar, el sopor de las tardes de crucigrama y silencio junto al pan sin sal con el que la habían querido casar. Y que llegó a casa y sujetó su fotografía, y al contemplar el rostro de su Antonio descubrió que ni los ojos eran tan azules ni la piel tan blanca; que allí no se olía la playa ni la montaña, ni podía sentirse el mar.

Y que calló para siempre, que se lanzó a beber. Que ahora no es más que aquella vieja despeluchada que viste con cinco abrigos y unas botas, que asusta a los niños y duerme allí, tras esa iglesia, y se consuela con ver la Alhambra y a los días pasar.

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