
Es una de esas tardes en que sol calienta la Chemex, un olor que transciende las nostalgias ha impregnado las paredes y arriba, donde nadie mira, hay algo que flota sobre nuestras cabezas, aún sin forma, puede ser un instante o el universo, el primer beso de un niño o el final de una guerra mundial.
Apago el teléfono y enciendo la música, prendo una vela, busco la inspiración.
Después aparece Luis, con su cámara, trae algunas fotos del día anterior.


Y yo, que apenas los vi cuando les pasamos al lado, me detengo ahora a observarlos, unas gafitas redondas, un sombrero gris marengo, un abrigo de cuadros.
De repente esa cosa que flota baja hasta el suelo, se me planta delante, comienza a bailar.
Es un encuentro. Han pasado tantos años. Quizá entre el señor del sombrero y el librero a quien saluda. Quizá entre los hombres que caminan despacio. Pero no. El que ojea los libros, es él, el del abrigo de cuadros.

Ha despertado esta mañana y ha olvidado afeitarse. Es algo que le ocurre desde hace años. Invento. Lo imagino tan joven, apenas un muchacho que madruga los sábados. Es el día que libra y por eso lo ha elegido. A menudo pasea por El Retiro, compra algunos libros y se sienta a contemplar a los pájaros, los gatos, las otras vidas que transcurren sobre el papel.
Puedo verlo con su abrigo, el de cuadros, siempre con una libreta de cartón en la mano. Se sienta y dibuja. No. Escribe. Se sienta y escribe y poco a poco construye un libro que se alimenta de lo que observa, de lo que siente, de esa cosa que le flota encima como esta otra lo hace ahora frente a mí, se posa en mi teclado, en la fotografía de Luis, se vuelve sobre sí misma y se engulle, se vomita, muere y renace con otro cuerpo y al final será esto que surge a cada momento: un encuentro entre dos hombres, su historia.
El muchacho del abrigo de cuadros se ha sentado a desayunar en un café de la Cava Baja. Lee y toma notas, vigila la calle por encima de las gafas. Entonces la ve. Gabardina marrón. Imagino sin trabas. Corte de pelo francés, unas gafas de carey, un libro bajo el brazo –Ana Karenina –, y un cigarro en la mano. Después elimino clichés, borro, empiezo de nuevo: melena suelta y rizada, un gesto ausente, un vestir sin gracia. Ella no acostumbra a leer, no escribe, ella estudia matemáticas. Se cruzarán un par de veces, acabarán por saludarse, una mañana ella se sentará junto a él y abrirá la puerta de una vida entera, elegir una casa, cambiar de ciudad, tener un hijo, hacerse viejos, quererse tanto y hasta el final.
Pero no. Los veo cumplir los treinta y celebrar, los treinta y seis y celebrar, los cuarenta y odiarse, distanciados y muertos de frío, recordar la mentira, la desidia, el hastío, la urgencia de no poder más.
Y veo las maletas en la entrada, oigo el portazo y los echares de menos de aquel hijo que crece y pregunta por su padre, cuándo viene, por qué no vive aquí. Que lo ve una vez a la semana, después una vez al mes, es un estudiante y ya casi no le queda tiempo, en verano, alguna vez en Navidad.
El padre espera. Llama de vez en cuando. Te echo de menos. Cómo te va.
Pero el hijo ha cumplido los quince y está furioso. Nos abandonaste, dice, y en cada visita discute y después se cubre de hielo y vuelve a casa de su madre, donde nada es mejor.
Y cumple años y apaga su rabia, no queda más que nieve, un muro helado que los aleja cada día mas.
Deja de ir a ver a su padre. Ha tenido que mudarse, ahora él también tiene sus hijos y tantas cosas por hacer.
Ella ha desaparecido de la historia. La madre. Ha muerto. No. Matarla sería demasiado. Ha cumplido los ochenta y vive en un geriátrico. Juega a las cartas con sus amigas. Es más o menos feliz. Se conserva más o menos bien.
Entonces es un sábado por la mañana y el hijo está de vuelta en Madrid. Pasea por la Cuesta de Moyano. Piensa: “aquí solía venir mi padre. Nunca quise leer sus novelas, nunca quise escucharle, nunca le acompañé”.
Compra algún cuento, un librito de poemas, saluda al vendedor. Por encima de las gafas, con un gesto que ha robado a la genética, vigila la calle. Unos niños que manosean todos los libros, una mujer que le sonríe, un par de viejos que aún no se quitan la mascarilla y más allá, rebuscando en un cajón de revistas antiguas, lo ve a él.
Por un instante duda. Después se acerca, unos golpes en el hombro, se aclara la voz:
—Papá.
El hombre del abrigo de cuadros lo mira.
—Hijo —dice, y apenas parece sorprendido. —Estaba ojeando este almanaque, si quieres puedes venir conmigo, voy a tomar un café.
