
Mayo de 2023. Unos cinco años después de haber empezado a leer a Proust, me enfrento —¡llevaba tiempo sin ocurrirme! —, inexplicablemente, a este miedo absurdo al folio en blanco. Y digo inexplicablemente, pero lo cierto es que puedo entenderlo bien: porque, ¿quién se atreve a reseñar una lectura como esta? No ya por los siete tomos, el estilo, la dificultad que haya podido entrañar; es que, ¿de qué manera, no, con qué derecho entra una a juzgar, a opinar, a destripar ese universo que contiene al ser humano en todas sus dimensiones, con todos sus matices, sus miserias, los posibles caminos donde el hombre, alguna vez, se ha visto o se verá inmerso?
Esta novela, que es un espejo para el alma; esta novela en que el autor se viste, en realidad, de cirujano, y alza su escalpelo y se hace sangrar, disecciona cada pensamiento, cada emoción, cada sentir, lo extrae con mimo y lo descuartiza, nos muestra la maquinaria, sus engranajes: ¿ves?, así es como existes, estos son tus porqués; esta novela no se puede examinar, descomponer, clasificar, porque una vez acabada, cuando se cierra el último tomo, una ya la tiene dentro, se le ha metido bajo la piel.
De manera que comienzo, porque me parece la única forma posible, agradeciendo al autor por estos años de lectura y relectura en los que ha estado presente, siempre, como una suerte de alma gemela.
Tal vez por cómo logra excavar la superficie hasta llegar al centro, a lo esencial; por el modo de pulir su tristeza, su nostalgia, su ansiedad o su alegría infantil y dejar solo la raspa, aquello que comparten todas las tristezas del mundo, todas las nostalgias, las ansiedades y hacer, de lo propio, lo universal, Proust ha logrado, en una cantidad demencial de ocasiones, explicarme lo que tenía dentro, lo que me estaba pasando a mí, con una paciencia y una comprensión que ni yo misma había tenido.
Decir que el tema central es el tiempo, quitaría valor a aquello que entendí como escritora: que procrastinamos porque tenemos miedo; porque guardamos, quienes contamos historias, la nuestra dormida en el pecho, y nos decimos que no estamos a la altura, ni siquiera sabemos si la queremos contar, hasta que despierta, un día lo hace, y lo hace siempre en el momento adecuado. Entonces el tiempo, el remordimiento, la promesa de un mañana, dejan de contar.
Decir, por ejemplo, que el autor explora el momento exacto en que la expectativa muere frente a la realidad, supondría la injusticia de obviar aquellos días, tantos y en tantas épocas distintas, en que, después de haber soñado con la llegada de, qué sé yo, una tarde, un libro, un viaje; después de haber inventado y esperado con el alma, con el cuerpo entero, cuando me he visto al fin, frente a aquello que tanto anhelé, me sentí vacía y desengañada, y sola, podría escribir, también, sola, de no haber sido por él y el recuerdo de tantos desengaños, expuestos en su obra con toda generosidad.
No podría hablar de la muerte sin pensar en su abuela, en tantas otras —¿se puede, de todas formas, hacer spoiler de una obra como esta? —, muertes que ocurrieron mucho antes de la muerte definitiva, muertes como la nuestra, la de nuestros hijos, que amanecen cada mañana siendo otros, habiendo abandonado, ¿matado?, a quienes fueron ayer.
Ni del amor, sin recordar a Swann, el beso de mamá, Gilberte, Oriana, Albertine. La falta de pudor con que se nos muestra la tendencia del ser humano a obsesionarse, a perder la identidad, respirar por la otra persona, vivir, morir, y que no es más que un lienzo, un lugar donde dibujar al otro, que es, quizá, más circunstancia y voluntad que un rayo que nos parte, más invención del ser amado, y a lo que llamamos amor. ¿Y no es cierto que, incluso aquellos que defendemos, o hemos defendido alguna vez, aquello del rayo que te parte en dos, elegimos, cada día, seguir ahí?
Puedo dejarlo así: “En busca del tiempo perdido” es el árbol selvático, boscoso, monstruoso, bellísimo, que surge del corazón y la memoria de un narrador sensible, tierno, brillante y generoso hasta el extremo, que tiene sus raíces en la infancia, el pasado, y crece a golpe de destellos que despiertan a la memoria involuntaria —el sonido de una cucharita, que ya escuchamos hace años; el tacto de una servilleta, que es igual a otra; la famosa magdalena —, y nos devuelven los verdaderos paraísos, aquellos donde ya estuvimos una vez.
No es que recuerde, el narrador, escenas del pasado. No es que pueda verlas a modo de diapositivas. Es que las vive de nuevo, es otra vez el niño, el adolescente de la playa: de repente vuelve a estar allí.
De Proust he aprendido yo a fabricar mis propias cápsulas del tiempo: canciones, versos, ciertos olores a los que me prohibo volver con demasiada frecuencia, pero que siempre están ahí, listos como puertas, preparados para hacerme retroceder. Son mis propias magdalenas. Y algo que me fascina es que el texto, la propia obra es, para mí, una de ellas. Porque la he atravesado a lo largo de cinco años, y en ocasiones me ha ocurrido que, sentada, por ejemplo, en una cafetería de Grenoble en abril de 2023, el salón de la duquesa de Guermantes o la barriga del barón de Charlus me han llevado de vuelta a la habitación donde leía, confinada, en marzo de 2020.
Leí, en “Monsieur Proust”, de Céleste Albaret, la criada —que fue mucho más que eso —junto a la que Proust falleció, que cuando comenzó a escribir, se produjo una inversión de las horas: desayunaba por la tarde, vivía durante la noche, dormía todo el día. Ella describe aquella época de su vida como un paréntesis, un páramo donde no soplaba el tiempo, donde solo importaba la construcción de la novela y los días ya no eran días, no eran más que la sucesión de horas en que esto ocurría. Samuel Beckett, en su libro “Proust”, hace una crítica al título del último tomo: “El tiempo recobrado”. Porque el tiempo, según su manera de verlo, no se recupera: el tiempo se elimina, muere. Creo que es acertado, decirlo así. Frente a la obra de Proust, toda extendida ante mis ojos, lo que siento es la posibilidad de tocar los años, cambiarlos de sitio, sentarme a la sombra de uno y después otro, quizá una década más allá.
Y, cuando al fin, una contempla al narrador de la obra que le ha acompañado durante tantas tardes, recordar y revivir su paraíso perdido y comenzar a escribir, lo único que desea es leer lo que escribe, otra vez el mismo texto, hasta llegar al punto en que ahora se encuentra, en una suerte de eterno retorno que, sospecho, podría hacerme muy feliz.