¿Seguiría siendo Teresa?

Y si las distintas partes de su cuerpo empezasen a aumentar y disminuir de tamaño hasta que Teresa dejase por completo de parecerse a sí misma, ¿seguiría siendo ella misma, seguiría siendo Teresa?

Milan Kundera, “La insoportable levedad del ser”

Esta mañana le han cortado el pelo. Lejos de casa, con su marido a cargo de los niños, ha querido aprovechar. Trata de recogerlo, lo moldea con los dedos. «Siempre es demasiado —piensa —, nunca saben cuándo parar».

Sobre la cama, el teléfono le recuerda que Laura sigue al otro lado.

—No sé que decirte —dice al fin —. Es esta sensación, ¿sabes? Como de haber caído en una trampa.

—¡Por supuesto que sí! Hace diez años.

Pero no se trata de eso.

—Soy feliz —murmura —; con Ignacio y con los niños. Soy feliz así.

—Ya lo sé. Pero le has escrito.

Ella guarda silencio. Ojalá tuviera un porqué. Poder mirarse al espejo, ser franca en la soledad de su habitación de hotel. Decirse: «le buscas porque le echas de menos»; o: «sería cosa de una noche»; incluso: «te estaba matando la curiosidad». El caso es que, desde que supo que haría este viaje, le ha dado tantas vueltas, ha pensado en las palabras, en su posible respuesta.

—Tampoco esperaba que se estuviese divorciando.

Laura se mofa. A través del altavoz, la siente reír.

—¿Qué importancia tiene? ¿Qué importancia puede tener nadie? ¡Sois vosotros dos!

Eso es lo que siempre ha pensado Laura, lo que la llevó a hablar con él unos meses antes de la boda.

—Me casé con Ignacio.

—Porque estabas aterrada.

—Porque le quería. Y era demasiado tarde para él.

Cuelga. Tiene las manos húmedas. La nuca, el cuello. Despacio, deshace la maleta. Bajo una blusa blanca, descubre una manita de trapo. Don Pimpón. Han debido ser los niños. Después lee la nota. «Mamá». Se emociona. Lee: «diviértete y trabaja mucho». Es la letra de Ignacio.

***

Suena el despertador. Ella se levanta de un salto.

Apenas ha podido dormir. Antes de bajar a por el desayuno, se prepara un café instantáneo.

Se seca el pelo con esmero, trata de disimular la ojera, se da un poco de rubor, se pinta los labios. De repente, un pensamiento la detiene. «Un momento —se dice —, un momento: es para él para quien te estás arreglando». Y en realidad no sabe de qué se extraña, a qué viene tanto escándalo, si lo cierto —y es algo que nunca ha dicho en voz alta, algo que ni siquiera ha llegado a pensar, algo que habita en algún lugar oscuro y de difícil acceso —lo cierto es que, incluso el día de su boda, trató de imaginar lo que pensaría él al verla, sentado entre tanta gente, esperándola en alguno de aquellos bancos.

Pero ya no es aquella. Frente al espejo, se pregunta qué ha cambiado. Se pregunta cuándo. Porque una no es consciente, no suele serlo. Alguna vez, en casa de sus padres, se ha buscado en sus álbumes. Pero no encuentra el punto exacto. Se ve, con sus pantalones vaqueros, sus gorritos de tela y esa sonrisa infantil, y al cabo pasa la página y de repente ya es la otra, de repente las manchas de sol, alguna arruga, las caderas más anchas.

Él le ha propuesto un almuerzo. Hacia el final de la mañana, cuando acabe el curso.

—Cómprate un bañador —ha dicho. Y su voz.

Le habría gustado decirle que en esta ciudad suya no hay playa. Pero no tiene importancia.

Así que guarda en su bolso un neceser pequeño, lo justo para un retoque, una botella de agua. Antes de salir, decide llevar a Don Pimpón.

***

Nada más verle, el estómago se le vuelve del revés. La espalda, la forma en que la espera, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Lo recuerda, puede verlo de nuevo, aquella tarde de abril en que la había mirado a los ojos y había sido sincero, había hablado con esa claridad, esa franqueza que en ocasiones le empujaba a romper el silencio en que solía andar inmerso.

—Laura me ha contado lo que piensa. No me cuentes que vas a casarte. Mejor no digas nada. Tampoco sé si tiene razón. Pero si… Deberías saber que yo también.

Y recuerda también la primera vez, esa fiesta del infierno donde todos habían bebido demasiado, ella misma caminaba a trompicones y hablaba con lengua de trapo; esa fiesta donde Ignacio la había agarrado del brazo y le había presentado a aquel amigo suyo, aquel amigo que después lo sería de ambos, que la acompañaría a lo largo de los días, de los vinos, de las noches de cine y las tardes de paseo.

Ni siquiera sabe cómo saludarlo. Sencillamente espera, hasta que él se da la vuelta y se dirige hacia ella, inexpresivo como lo ha sido siempre, y la abraza y murmura su nombre. Y su nombre, en esa voz, contra su pelo, se la lleva de vuelta a cualquier tarde del pasado.

Ella trata de quitar hierro. Sonríe. Dice:

—Habría sido divertido encontrarnos por casualidad. —Y después: —Estás igual.

—¿Has traído el bañador?

***

Por supuesto que lo ha traído. Lo ha buscado debajo de las piedras. Y ahora se ha sentado en la orilla de este lago espléndido, este lago de aguas de cristal donde el verde y la luz parecen de otro mundo, este lago donde desea lanzarse de cabeza, este pequeño remanso de libertad donde, en silencio, se dice que «no me pienso bañar».

Él la mira a través de los rayos de sol. La mira a través de los años.

—¿Sigues jugando con tus muñecos?

Ella ríe. No son muñecos. Dice:

—Pues claro que sí.

Porque si no, para qué la cola y tanto esfuerzo. ¿Para quién iba a construir?

—Pienso mucho en aquellas maquetas. Sobre todo en una, con una piscina, los arbolitos alrededor. A lo mejor tú no la recuerdas. Voy paseando, oigo a unos niños que salen del colegio y ahí está otra vez.

—No puedo acordarme —dice ella.

Dice que son demasiadas. Pero no es cierto. Esa es una de las pocas que decidió conservar. Él le ayudó con el césped. Ahora pertenece a Don Pimpón.

—Ella también es arquitecto. Pero eso ya lo sabes. —Silencio. Después: —Sus maquetas nunca han estado vivas. —Sonríe. —Nunca las ha querido habitar.

Durante unos segundos, la imagen de esa mujer, aquella boda a la que decidió no ir. Es guapa. La ha visto en alguna ocasión. Y es algo más joven y, sobre todo, no ha tenido hijos. Se acomoda en su hamaca. Piensa en su cuerpo.

«No me pienso bañar».

Él, en cambio, se ha puesto en pie. «Basta de charla». Se ha quitado la camiseta y corre como un loco hasta el embarcadero. Después salta, grita. El agua debe estar helada.

A voces, la llama.

—¡Ven aquí! —Dice. —¡Salta!

Busca dentro: las maquetas, sus muñecos, todas esas vidas que les inventa. ¡Está llena de historias que contar! Así que cambia el espejo, la perspectiva. Por un momento se ve de verdad.

Entonces vuelven sus hijos, Ignacio, el amor que le dan. Y lo ve a él, despreocupado, en ese agua donde salta y la llama y se queja del frío, y de repente puede ver que no está, para nada, igual.

De manera que se levanta, también ella, y se deshace del vestido. Camina hacia el lago. Es solo un instante, un claro de luz. De repente es consciente de estar ahí. Y aunque no recordará nada, por un momento se siente feliz.

De ser, de seguir siendo, Teresa.

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