Bajo las aguas de un pantano.

(Sobre la escritura de Raymond Carver y Andre Dubus)

Ahora que he vuelto a leer a Proust, vengo aquí con una de sus magdalenas –pavimento desigual, tintineo de un tenedor, servilleta almidonada –: una reminiscencia, la sensación de andar tanteando la orilla de un pantano cuyas aguas son oscuras, no permiten intuir el fondo, pero se mantienen en calma; ponerme de puntillas, asomarme hasta rozarlas con la nariz y advertir el soplo del tiempo, la magnitud del salto, las tormentas que ahí abajo se acaban de desatar. En las sombras de esa profundidad, bucean personajes desarraigados, que sondean algún tipo de ruptura –de pareja, con la realidad, con ellos mismos –. Al acercarnos a la orilla y mirar con atención, sistimos al relato de lo anodino, que cubre el auténtico meollo.

Es esta emoción, como de sueño, la que experimenté al leer “Colinas blancas como elefantes”, de E. Hemingway, y también cuando conocí a Dubus y a Raymond Carver.

El primero fue Carver, y la nuestra, es una historia curiosa.

Hace unos meses, cuando preparaba la maleta de libros que traería a Grenoble, encontré una lista de títulos que había elaborado durante la lectura de “El fin de la novela de amor”, de Vivian Gornick. “Adulterio y otros relatos”, de A. Dubus, fue uno de los que se vino conmigo.

Después, durante el viaje, en una parada de apenas veinticuatro horas en Madrid, sobre una estantería de “Tipos infames”, encontré ese otro nombre –Raymond Carver, “De qué hablamos cuando hablamos de amor” –que me atrajo, porque lo tenía pendiente, sin saber muy bien por qué.

Lo empecé esa misma noche, y en las siguientes setenta y dos horas –bellísimas y duras, aquel viaje hasta los Alpes –, no lo pude soltar.

Dos meses después, rescaté a Dubus de la cómoda donde he colocado mis libros. Y, al leerlo, me vi de nuevo ahí: las aguas mansas, el vértigo y el deseo de averiguar qué hay, qué no vemos del iceberg.

Cuando volví al ensayo de V. Gornick, para recordar qué había escrito ella acerca de Andre Dubus, que tanto me hizo desear poderlo leer. Lo que encontré me hizo feliz: ella también lo relacionaba con Carver, con Hemingway. El entusiasmo me empujó a estudiar.

A esa prosa cortante, a esas frases como navajas afiladas, se le ha puesto el nombre de “realismo sucio”, y los une a otros, como Bukwoski, por un camino desprovisto de adjetivos y de adverbios, de palabras ociosas, un pantano que podría parecer somero, que exige atención, los ojos abiertos para comprender que no lo es en absoluto, que se vale de un contexto de tal profundidad, que se basta para dar sentido a la obra.

De modo que sí, los traigo juntos, porque mi experiencia no habría sido la misma de no haberlos leído así.

De Raymond Carver diré que, su manera abrupta de iniciar el relato, sin presentar a los personajes ni introducir la historia, sitúa al lector en la postura incómoda y al mismo tiempo deliciosa del curioso que pasea, cualquier noche de verano, por una calle donde las ventanas de las casas están abiertas. Y se asoma a una de ellas y sorprende a los personajes en medio de una discusión, una borrachera, una conversación que les cambiará la vida. Se mantiene en silencio, observa. Y de repente, en medio de esa confusión en que ha empezado a comprender –son dos amigos, una pareja, parece que salen de viaje –ocurre lo verdaderamente inexplicable.

No es que el autor haya renunciado a la verosimilitud, sería imperdonable. Pero ocurre un frenazo, un cambio de sentido, la aparición de lo inesperado. Uno no es capaz de comprender el modo en que los personajes se mueven, de qué lugar remoto proceden sus emociones y maneras de reaccionar. De manera que estos relatos-fotografía, relatos-relámpago, son en realidad un puzzle al que le faltan algunas piezas. Lo que les hace funcionar es, precisamente, que estas piezas no se han perdido por una suerte de azar. La prosa escamondada de Raymond Carver es el perfecto ejemplo del valor de los silencios, el arte de armar y después retirar, crear vacíos que sumergen al lector en la confusión y generan preguntas. Uno queda fascinado, completamente colgado de aquello que no se puede responder. ¿Y no es, esto que os cuento, una simulación perfecta de lo que es la vida?

En el ya pasadísimo debate de si el mérito de este éxito reside en Carver o en su editor, Gordon Lish, quien, al parecer, cortaba y pegaba como le parecía, no quisiera entrar.

En cuanto a Dubus, lo que una siente al sumergirse en sus páginas es, frente al desconcierto de Carver, un desasosiego, una sensación de pérdida que va tensando la cuerda, y coloca al lector en el mismo lugar donde se encuentran los personajes: a punto, al borde de la ruptura más cruel.

Escribe Laura Fernández, en un artículo para “El País”, sobre “su obsesión por la pareja como territorio de autodestrucción masiva”. Vivian Gornick, que sostiene la nostalgia, el sufrimiento ante la “pérdida de la durabilidad del matrimonio”, el late motiv del autor. Lo acusa, de echo, de ingenuo, de haberse fundido con sus personajes y soñar, como ellos, con la fantasía del amor romántico. De lo que yo estoy segura, es de que a los protagonistas de “Adulterio” se les llega a comprender: no es que no se hayan amado, no es que estén condenados al fracaso; es que son humanos, están en renovación continua y, en un momento dado, sus caminos se han dado la espalda. Pero ellos se agarran –sí, como Dubus –a la salvación de su historia. Y lo hacen sin comprender de verdad al otro. Es esto lo que los entierra en el infierno donde arden durante cinco años.

De modo que, aunque solo sea por tener una prueba de que, como apunta la Gornick, bajo la superficie dura, laten los sentimientos, el corazón tierno del hombre que escribe; o por experimentar el filo del cuchillo que empuja entre las escápulas cuando nos lanzamos a su prosa, leerlos, ¡no lo dudes!, merece la pena.

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