Once semanas.

Ha sido de vergüenza. Montar en el autobús y descubrir que no quedaban viajes. Buscar en la cartera, ruido de monedas, chatarra insuficiente y un billete de veinte. No hay cambio. Pero ya estaba en marcha. Tenía que ser el once.

–En la siguiente parada va a tener que bajar.

Se ha quedado muda. Allí de pie, sujeta a la barra con las manos heladas.

Desde el fondo ve acercarse a un hombre, más o menos de su edad. Por cómo sonríe sabe que camina hacia ella. Ahora ya los ve venir.

–Yo tengo suelto –dice. Y al conductor: –El cambio se lo puede quedar.

Ella le da las gracias. «Ya está —piensa —, me ha salvado. Ahora tendré que llamarle papá».

Echa un vistazo al reloj. Las siete y media. Once semanas. Cuando el autobús se detiene y baja, la humedad le golpea en la cara. Es imposible acostumbrarse. El hombre que le ha pagado el viaje se despide con un golpecito en el hombro. Ella se encoge y murmura un gracias. No soporta que la haya tocado, ni soporta el saludo de la kiosquera ni su propia cara en el espejo del ascensor. Parece la misma. Más o menos. Pero no puede ser. Hace once semanas todavía no se había cortado el pelo, su madre no conocía la casa.

Hay que mirar al frente, mantenerse erguida, caminar.

En el despacho apenas la miran. Es lo que ocurre cada día. Solo Amelia, desde el fondo, le dirige una mirada simpática. El jefe le pregunta qué tal está.

–Bien –dice ella –. Recuperada.

Lleva sin trabajar desde el lunes. Han pasado cinco días. Demasiado poco, dijo su madre. Ángel. La enfermera de la planta. Temperatura y cambio de empapadera. Todo en orden. Alta y reposo relativo. Ni un año podría curarle esas once semanas.

El escritorio está a reventar de papeles que el jefe ha ido amontonando. Se sabe que no es sincero cuando dice aquello de quédate tranquila. No tengas prisa. Los informes de clientes, notas con bolígrafos de colores en hojitas arrancadas sin cuidado. Se acumulan unas encima de los otros.

–No me lo digas siquiera. No me lo digas, que no me quiero ilusionar.

Las palabras de su madre. Sábado por la tarde. Terral. Las ventanas cerradas a cal y canto, el zumbido del aire acondicionado. Ángel llevaba puesta una camisa azul de manga larga. Si lo programas a diecinueve grados. Pero tenía calor. Sobre todo por las noches. Por aquel entonces, ya.

Esta mañana se ha puesto una rebeca. Septiembre. Sus ganas de que pase el tiempo. Que vuele. Salir a tomar un café al bar de la esquina y fingir que no ha pasado nada, una mañana cualquiera en el autobús número once, el despacho, dos de sacarina y trabajo por hacer.

–Tienes mala cara.

Ni siquiera se esfuerza en buscar la excusa. Lo de siempre, dice, este dolor de espalda.

Los edificios siguen en pie. La avenida, las palmeras, la anaconda de capós y tubos de escape que obedecen al semáforo de la ronda, a la urgencia de quienes esperan en los asientos, ajenos a su dolor en el vientre, con las manos en el volante y las frentes sudadas.

Marcha al baño. El olor de la sangre le marea. Cómo es posible, se pregunta, arrojar esas once semanas como coágulos negros. Se pregunta si esa mancha brillante y roja seguirá siendo él. Sabe que ya era una cabeza, ya era ojos y dedos, orejas. Once semanas y las piernas abiertas contra el frío, la necesidad de taparse. ¿Vino depilada? Ni siquiera entiende cómo pudo preocuparse por algo así. Pero una no se acostumbra nunca a estar expuesta.

No va a doler, nunca lo hace. Cuenta hasta diez. Más uno, once. Son más de dos meses. Ojos. Uñas. ¿Pelo? Habrá que mirar.

Es posible que Ángel también ande haciendo cuentas. De vuelta al despacho, decide llamar, hacer frente a la frivolidad de un saludo, qué tal has dormido, empieza a refrescar, cuando son otras las balas que quisiera disparar.

—Ángel —dice, al fin, antes de colgar—; si me quedo a finales de este mes, las once semanas las hago en diciembre.

—No te obsesiones, tampoco.

—A mi prima Laura le pasó y después no tardó casi nada.

Ángel se ha quedado callado. A ella la atraviesa un rayo. A lo mejor prefiere esperar. A lo mejor ni eso, después de este dolor, ya nunca más.

—Nos vemos en casa —le oye decir. Algo parecido a que no hay que darse prisa, somos jóvenes, para qué escuchar.

Pero tiene razón, ella sabe que es así. Treinta años, qué son. Su cuñada tiene veintiocho y a las gemelas. Su hermana es un año mayor pero igual le lleva ventaja. Laura lo ha conseguido, después de todo. Y ella qué. Ella nada. Apenas once semanas.

Volver a entrar en el despacho y sonreír, tremendo esfuerzo, se siente cansada. Entre las piernas siente el calor de la sangre espesa. Amelia le sonríe desde la otra punta. Quizá tendría que haber puesto una toalla.

Son jóvenes. Esa es una verdad. Que todavía quedan tantos viajes, tantas playas, tantas vacaciones de Navidad. Además, es que olvidar once semanas frente a todo lo que queda, la cocina de su pisito en el paseo marítimo, un sexto con unas vistas tremendas, abrir una botella y ponerse a bailar. Las tardes de cine y la biblioteca. No hace tanto que mezclaron los libros. Descubrir a Ángel a través de lo que lee. Este trabajo le entusiasma, y sus amigas —Laura lo ha conseguido, Ana está en ello, su cuñada con las gemelas, su hermana mayor —y los fines de semana de coger el coche y trasnochar. Treinta años no son nada, pero y qué si no termina de llegar.

El calor contra la espuma de su silla es cada vez más intenso. Una sensación de río, como cuando tenia ocho años y después de la mudanza empezó a mojar la cama y a dormir mal. Echa un vistazo, trata de disimular. El bermellón de la mancha le hace sonrojar.

Con un gesto llama la atención de Amelia.

—Échame una mano —susurra, cuando la tiene junto a su mesa.

Pide una toalla. En mi taquilla, dice. Me he puesto perdida. Perdida. Y la silla está también para tirar.

—Es horrible cuando viene así. —Amelia le sonríe, de igual a igual. —El primer día es el peor. ¡Ya ves! Yo habría jurado que estabas embarazada.

La carita más redonda, un no sé qué en la forma de mirar.

Ella trata de asimilar el golpe. El estómago. Once semanas para borrar. De repente, el llanto. Después de toda la mañana, ahora. Pero aguanta. No lo deja brotar.

—No es la regla —consigue decir.

Se lo cuenta todo. Liberada, por un instante, la noticia, Ángel, los patucos, la tarta, su madre, el terral.

Amelia escucha en silencio. Después vuelve a sonreír.

—Tiene que ser durísimo. Pero míralo por donde debes. Ahora ya sabes que podéis, y después de estas cosas suele ser coser y cantar.

Una luz. Esto sí que es cierto. Y si lo consigue este mes harán once semanas en diciembre. Regalo de Navidad. Atrás quedan la cocina, sus amigas, Ángel. Atrás quedan ella misma y lo que iba a ser. Ya nada importa, nada, más allá de llegar a tiempo, ponerse al día.

Tener, al fin, la noticia para dar.

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