Rojo y Negro.

23 de febrero de 1828, Grenoble. Un joven seminarista llamado Antoine Berthet, que había asesinado a su amante durante una ceremonia religiosa, sale de la prisión del antiguo palacio del Parlamento del Delfinado, en la Place Saint-André, y es acompañado por un cortejo hasta la Place Grenette, donde es guillotinado.
Cae la tarde. La oscuridad amenaza con cubrir París. Sentado junto a una mesa del café Le Procope, o quizá bajo el refugio de La Table Ronde, en la misma Place Saint-André del Grenoble que le vio nacer, Henri Beyle, escritor abiertamente republicano, que en aquel momento había regresado a su Francia natal, toma unas notas en su cuaderno. Ha estado siguiendo el caso en La Gaceta de los Tribunales. No puede dejar de pensar en él.

En 1830, aparece su novela “Le Rouge et le Noir” (“Rojo y negro”, si lo traducimos al español), firmada con el pseudónimo de Stendhal.


Málaga, mayo de 2019. Me sumergí en sus páginas sin tener claro qué iba a encontrar. Lo cerré completamente fascinada, consciente de que debía volver.


Grenoble, febrero de 2023. Junto al hogar que vio crecer a Stendhal, tras una ventana con vistas a su Bastilla y sus montañas amadas, he vuelto. Vengo aquí con la intención de, si no lo habéis hecho, animaros a leerlo y disfrutarlo tanto como yo.

Chaîne de Belledonne, desde la Bastilla de Grenoble.


Pero, ¿qué es lo que tiene, realmente, que me ha dejado colgada y a los pies de su autor?


Sin duda, la historia es atrayente desde el momento en que se insinúa: genera expectación, despierta interés por lo asombroso, por lo inaudito, ¡y por estar basada en un caso real! Si al cocktail le sumamos la estética realista con que se nos muestra un periodo histórico tan atrayente, la apuesta es segura: este es uno de esos clásicos que cualquiera necesita haber leído.
Pero no es, sin embargo, ninguno de estos, el motivo que hace jde Stendhal, para mí, un maestro al que alabar, imitar y recordar para siempre.


¿Sabéis esa cita que a él se le atribuye, aunque en realidad pertenece a Saint-Real? “Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”. Pues bien, Stendhal hace referencia a esta metáfora, para aclarar su intención de mostrarnos, en la tarea de describir la sociedad francesa de los años 1820, las dos caras de una misma moneda. Valiéndose de un protagonista antimonárquico, admirador de Napoleón, que se mueve entre las gentes de la aristocracia y el clero, el autor pasea su espejo mostrando, por momentos el cielo azul y los prados verdes, y después los charcos de barro y la miseria.


Y en cambio, a mí se me antoja que, bajo el reflejo de esta sociedad del siglo XIX, a la que el autor trata con cierto sarcasmo y una clara decepción, se esconde un retrato tan o más realista de algo más valioso aún: el ser humano.
Si por algo me he levantado del sillón donde devoré la novela y aplaudí, literalmente, con los ojos llenos de lágrimas, y todavía hoy, semanas después de haberlo acabado, sigo atrapada por sus páginas y soy incapaz de pasar por la Place Grenette sin sentir el escalofrío que provoca siempre un buen final, es por sus personajes, humanos, pequeñitos, grandiosos, perversos, tiernos: tan de verdad. Por él, claro, por Julien. Julien Sorel.

Place Grenette, Grenoble.

Ya escribió Nietzsche en su día, que Stendhal era «el último de los grandes psicólogos». No sé si el último, pero grande, ¡grandísimo!
Porque, ¿cuánto hace falta haber cavado en el alma, haberla acariciado y estudiado para comprender, no ya que el ser humano es pura contradicción, sino la raíz misma de la incoherencia; haber agarrado el gran absurdo que son las emociones, los sentimientos, las ideas y los actos y darles una explicación?


“Así se las arregle cada uno en este infierno que se llama vida”

Julien Sorel.


De Sorel recuerdo haber pensado, tras finalizar mi primera lectura, que me hallaba ante uno de los personajes más malvados que había podido conocer. Años después, algo más madura, más leída, más capaz de ver, me he encontrado frente a un hombre sensible hasta el extremo, terriblemente apasionado y al mismo tiempo, calculador y frío como nunca pensé que podría ser alguien.


Así que afectivo y gélido, ¿acaso es posible? La respuesta es sí.


Esa cara que le vemos, perversa, no es más que una máscara que Julien ha tejido con cuidado, una que no se quita nunca, ni siquiera ante el espejo, ni siquiera para soñar. Julien Sorel se ha construido a sí mismo, se ha fabricado una personalidad que está más allá del bien y el mal, con el objeto de alcanzar esa meta, ese triunfo, el ascenso social que cree merecer. Supongo que lo único que se le puede reprochar es la hipocresía de haber levantado, sobre su corazón capaz de querer y deseoso de ser amado, la enorme torre de ambición bajo la que se enterró, hasta olvidarse.


Y el orgullo. Del mismo modo en que le desprecié, por pérfido, en tantas ocasiones durante aquella primera lectura, esta vez me he descubierto enternecida, ante la figura de un chiquillo demasiado joven como para conocer la humildad. Esa manera de reprocharse los fracasos, de reconocer su miedo y rechazarlo; esa forma de empujarse a dar tantos pasos solo por no verse obligado a agachar la cabeza me han recordado, ¡debo admitirlo!, a una versión mía mucho más joven (y, menos mal, con menos poder de decisión del que tenía Julien).


Y así se comporta, a lo largo de la novela, el pobre infeliz que se ha marcado como meta ascender a donde se encuentran las personas a las que detesta, tragándose la repulsa y disfrazándola de una altivez y una arrogancia que rozan el desaire. Dueño de un cinismo asombroso y de una capacidad pasmosa para fingir y engañar, Julien se traga como puede su admiración por Napoleón, sus sueños de republicano, su escepticismo ante la religión, y se disfraza de alguien carismático y atrayente, calcula con fineza y finalmente, sí, parece que podría llegar.


Es entonces, cuando los vientos le soplan a favor, cuando se le abren más puertas y oportunidades, que eso que lleva dentro le traiciona: su pasión.
Página a página, capítulo a capítulo, va descubriendo el lector ese talón de Aquiles, esa sensibilidad, esa fuerza incontrolable que le dificulta el cálculo. Capaz de amar y despreciar como nadie, el deseo, los celos, su afán de conquistador y su arrebato en las ideas y la política le convierten en su propio enemigo. Y aunque es consciente, no logra evitarlo.
Se boicotea. Una y otra vez. Hasta el final.

Es, precisamente, gracias a este final, que Julien demuestra la valía que a mí me ha dejado prendada, lista para compadecerle, recordarle, escrutar su alma y agradecer, para siempre, a las manos que parieron un personaje como este, niño inexperto y errante, adulto perverso, tímido, soñador, ambicioso, orgulloso, idealista y muerto de miedo.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s