La cosa empezó en septiembre. Hasta entonces mis noches y mis días habían transcurrido como una sucesión de vagones colmados de eso que uno llama, tranquilamente, normalidad.
Yo había trabajado todo el verano. Habíamos empalmado varios meses de campañas y una actividad tolerable pero incesante, que me mantenía anestesiado contra el calor y tantas otras cosas. A finales de agosto, sin embargo, decidí escapar por unos días a un pueblo de la costa, más por inercia que por deseo, junto a una compañera de trabajo con la que deseaba tener algo más.
Y lo logré. La última tarde, junto al chiringuito de la playa donde habíamos reservado para cenar, Lili me miró con unos ojos de luna y, sin mediar palabra, me besó.
De vuelta a casa nos confesamos el miedo al regreso, la rutina, los saludos en la oficina junto a la máquina de café se erguían sobre nosotros como gigantes oscuros. Una suerte de amor platónico que iba a dejar de serlo porque, milagro, los dos nos habíamos enamorado a la vez.
Enseguida fuimos a vivir juntos.
Y la primera noche, en mi apartamento, los oímos a eso de las diez.
—¿Qué ha sido?
Recuerdo su rostro, el sobresalto bajo el techo, el suelo de otros, sobre el que esos otros habían empezado a arrastrar un sillón.
—¡Otra vez! ¿Qué es?
Y una mesa. Quizá unas sillas. La casa entera de un lado a otro, una tormenta que bien podría haber anunciado mudanza, solo que yo sabía que aquella no era la respuesta correcta.
Recuerdo cómo me encogí de hombros, emocionado de poder compartir al fin la intriga que me rondaba las noches. Cómo dije la verdad, que no lo sabía, pero que conocía a la pareja del segundo, ellos ya vivían allí cuando yo vine de alquiler.
—Deben ser mayores pero no lo aparentan. Están los dos realmente flacos. Ella tiene el cabello blanco. Él una barba muy larga.
Habían sido profesores en la universidad, vestían sin pretensión, a menudo nos cruzábamos en la entreplanta y ellos me saludaban con una sonrisa y una mirada de inteligencia, cargados siempre con flores y con frutas y libros.
—¡Te fascinan!
Lili se burlaba de mí. Yo asentí en silencio: para qué iba a mentir.
Había pensado tanto en ellos, les había dedicado tanto tiempo que, después de todo era como si nos conociésemos.
Luego estaba ese otro asunto, claro, de los muebles y esa manera, casi siempre a la misma hora, de arrastrarlos.
Fue entonces cuando Lili abrió esos ojos que tiene y me dio la orden que iba a cambiarlo todo:
—Vamos a verlos. ¿Por qué me miras así? ¡Vamos a verlos! ¿No tenemos todos algún vecino que mueve los muebles e intriga por las noches, o a la hora de la siesta? Pues vayamos a ver quién es.
Y se puso en pie y se anudó la bata, y en un momento habíamos subido las escaleras, habíamos llamado al timbre, yo todo el tiempo detrás de ella, ella con un trozo de pastel que nos sobraba y la señora Lloret que nos invitaba a pasar, justo estábamos arreglando el salón, es posible que puedan ayudarnos.
Aquello era un desbarajuste. El sofá había sido arrinconado en una esquina, las sillas andaban apiladas junto al televisor y uno de los dos había puesto bocabajo, en un rincón, la mesita de café. Cada uno en un extremo de la sala, los Lloret observaban aquel caos con los brazos en jarra y una concentración propia del mejor jugador en una partida de ajedrez.
Sin siquiera mirarnos, él:
—Estos muebles enormes. Les estamos buscando su lugar. Es difícil, llevamos años intentando…
Los habían comprado tres años después de casarse. Habían tenido que ahorrar. Sabían que eran caros, sabían que ningún mueble merecía el sacrificio de anular su luna de miel y en cambio… La señora Lloret se encogió de hombros:
—Estaban muy de moda. Yo los deseaba tanto.
Pero desde el día en que llegaron habían resultado ser una decepción tremenda. Quizá porque nunca fueron tan bonitos, o porque todo ese esfuerzo por un puñado de muebles había puesto sus vanidades, sus miserias, su condición de humanos a flotar por toda la casa.
—Además —dijo ella con tristeza —, yo los había visto en las revistas, en los palacetes de los famosos, que nunca se muestran como son. Y este apartamento es tan pequeño.
Y había que mantenerlos, barnizarlos de vez en cuando, quitarles el polvo, cuidarlos del frío y del calor.
De manera que cada vez que los miraban, los muebles del salón les hacían recordar. Recordaban que habían pretendido ser otras personas, que habían confundido las prioridades, que se habían dejado engañar. Y que habían sido testigos del vacío que deja saciar algunos antojos.
—Pero no íbamos a tirarlos.
Los dos negaban con la cabeza, fija la mirada en aquel montón de madera muy cara. Mejor sería, habían decidido, encontrarles un hueco, redistribuir todo aquello y darle amplitud. Poner, por ejemplo, un espejo, un frutero allí, un biombo para separar.
Después se habían dado cuenta de que quizá era buena idea mover el sofá debajo de la ventana, a lo mejor junto a la puerta, partiendo el salón por la mitad.
Cada día creían haber encontrado la fórmula y cada noche volvían a inventar una nueva distribución.
—Y así desde hace años. No sabemos dónde ponerlos para que luzcan. Con lo que llegaron a costar.
De modo que Lili se ofreció a echar una mano. Aquella noche colocamos los asientos “en ele”, la mesita en el centro y el televisor delante de la ventana. Después nos fuimos a descansar.
A la mañana siguiente, camino de la oficina, en un semáforo en rojo yo me detuve a mirar a Lili y me encontré con su sonrisa, un asentimiento, un rayo de telepatía que nos partió a los dos.
—Del revés quedaría todo más amplio.
—A lo mejor si quitan el sofá.
Desde entonces hemos vuelto cada noche, le damos vueltas al asunto, incluso hemos pedido un aumento y vamos a tratar de juntar el dinero, ver si podemos comprar una librería, si los volvemos a tapizar.
