Cuidado, Cenicienta.

Aquello tenía que acabar. Sabía que había cometido un error al aceptar la ayuda de Charo. Ahora contemplaba su pelo teñido en el espejo, los ojos pintados de negro, la cerveza en la mano y comprendía lo mucho que había había hecho sufrir a sus padres. Incluso Marta lo había pasado mal. Así que estaba decidida: tenía que acabar.

Todo empezó en junio, el día que cumplía dieciséis años. Los celebró castigada. Marta y ella habían gastado todos sus ahorros en una moto de segunda mano que ni siquiera habían aprendido a conducir. Sus padres habían gritado como locos. Los de Marta, en cambio, habían transformado la ira en un silencio angustioso y decepcionado. Las dos habían acabado igual: con el verano estropeado, bajando a la playa sin separarse de sus padres y por la noches, encerradas, cada una en su habitación.

Pero aquella noche de agosto, bajo la luna llena y el sonido ronco del mar, Charo se había plantado en el jardín de su casa y había empezado a lanzar piedrecitas contra la ventana donde la veía leer. Cuando ella decidió asomarse, lo hizo de muy mal humor.

—Charo —en un susurro. —Vete de aquí, que va a ser peor.

—¡Feliz cumpleaños! Baja.

Había tendido una escalerilla por donde le sería fácil escapar.

—Si se enteran mis padres me matan.

Charo se limitó a reír.

No era lo que se dice una chica guapa. Los dieciocho años le habían sentado fatal. A Marta y a ella no les gustaba su ropa, ni su manera de peinarse, ni el modo en que se ahumaba los ojos hasta casi borrárselos entre tanta sombra. Pero a menudo imitaban el movimiento de sus caderas, de sus manos, su forma de hablar. Charo, y esto es algo de lo que ambas estaban seguras, se había acostado con Giuseppe, el chico de la pizzería del paseo marítimo, y lo llevaba con tanto aplomo, que aquello debía ser para ella algo muy natural.

Al fin se decidió a bajar.

—¿Qué va a decir Marta?

Charo hizo un gesto de burla.

—Mi hermana es idiota. Es una niña pequeña. No pinta nada. De ella mejor ni hablar.

—Tenemos la misma edad. De hecho, ella los cumplió antes.

—Pero no es como tú —. Dejó caer una bolsa en el suelo. —Cámbiate de ropa. También te he traído algo de maquillaje. ¡Tienes siempre una pinta! En la plaza está Giuseppe, con el coche. Nos está esperando allí.

Aquella fue la primera vez para ella. La primera en muchos aspectos. Su primera cerveza, su primera fiesta en la playa, la primera vez que Alberto la saludaba fuera de casa. Alberto era el hijo de unos amigos de sus padres. Debía ignorar que ella soñaba día y noche con él porque, cuando se cruzaban por la calle, apenas la miraba.

Volvió a casa feliz, casi levitaba. Se durmió un poco borracha.

A la mañana siguiente, cuando Charo la buscó para volver a invitarla, ella aceptó enseguida.

—Solo que nos hemos quedado sin dinero. A Giuseppe aún no le han pagado este mes. Tú podrás traer algo, ¿no? Para comprar las bebidas. Alberto también estará. Anoche le gustó verte.

También aceptó sin pensar.

Aceptó, durante dos meses, todas las peticiones que Charo se atrevió a hacer.

Y cambió de ropa y empezó a maquillarse de un modo distinto. Se saltó el castigo sin consultar a sus padres.

—Voy a salir —, dijo. Y lo hizo con un portazo.

Por las mañanas, en la playa, veía a Marta a lo lejos y la saludaba con un gesto vago. Buscaba a Alberto todo el tiempo. Se había tatuado un pájaro pequeñito en la espalda y comprado unas gafas de sol. Imitaba, en el paseo, los andares de Charo.

Y asistía por las noches a esas fiestas donde bebía, se sentía miembro del grupo y se creía más feliz que en toda su vida.

De vez en cuando Charo le pedía algún favor: a menudo iban a comprar ropa y ella olvidaba la cartera en casa, después paraban a tomar algo, necesitaba dinero para el bus, para comprar tabaco. Pero ¿qué era todo aquello frente a la posibilidad de formar parte, estar cerca de Alberto, haber dejado de ser la amiga tonta de Marta?

Hasta aquella noche de sábado.

Llovía. Todavía recuerda el olor a tierra mojada, la electricidad en el ambiente, la tormenta de verano. Tenían la noche montada en la piscina de un primo de Giuseppe. Marta no estaba invitada.

Ella se había sentado en una tumbona y había perdido de vista a Charo. Se había abierto la tercera cerveza. No tenía con quién hablar. Hizo dos o tres intentos de acercarse a alguien para no estar sola, pero se había quedado sin anfitriona y parecía molestar al resto. Después alguien salió al porche entre gritos y carcajadas de borracho.

—¡En el sofá! ¡Menudos jefes! ¡Mira que hacerlo a la vista de todos! ¡En el sofá!

Ella sintió que el mundo se le venía abajo. Sin haber escuchado sus nombres, enseguida se temió lo peor.

El camino hasta el salón lo hizo como sonámbula. Alberto y Charo. ¿Cómo es que no lo vio venir?

Desde entonces se había estado haciendo preguntas. No sabía qué sentido podían tener sus noches con el grupo, no sabía qué es lo que la mantenía ahí. Echaba de menos a Marta, echaba de menos las partidas de cartas con su padre y el tenis con mamá. Necesitaba volver a sus quince años. Y lo tenía más que claro: aquello tenía que acabar.

De manera que esa noche, frente al espejo del baño del último bareto donde la habían llevado, Ángela decidió ponerle fin.

Salió de allí con la cabeza erguida y las ideas claras. Se acercó a Charo y llamó su atención con unos golpecitos en el hombro.

—Charo —. El alcohol la hacía más valiente. —Eres una puta —. Y después, con la mirada puesta en Alberto: —Tú sabías que me gustaba él.

Se dio la vuelta y echó a andar. De regreso su vida y a su amistad verdadera, a sus padres, hecha una mujer, de regreso a su casa.

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