En aquella época de mi vida, cuando aún iba a la escuela, los viernes por la tarde solíamos celebrar la llegada del fin de semana con un paseo por el parque. Me acuerdo de aquel remanso verde donde los pájaros cantaban siempre jóvenes, de las barcas del estanque y los churros con chocolate o con café.
Nos sentábamos allí y observábamos el paisaje, a los viejos que iban a pasear a sus perros, a las señoras con sus trajes y el movimiento alegre de los sombreros floreados, a los niños que aún no sabían lo que era tener que estudiar.
Mi amigo Pedro dibujaba y yo, sumido en el silencio melancólico en que a veces se esconden los adolescentes, esperaba impaciente para verla aparecer.
Hacia las seis pasaba por allí La Panadera, la esposa del panadero del barrio, toda ella imponente, con sus andares dispuestos y su delantal, camino del café donde cada mañana y cada tarde llevaba algunos bollos calientes. La Panadera era una mujer espigada, despierta, de semblante serio y rosado. Apenas devolvía el saludo, casi nunca sonreía a quienes la miraban pasar. Una vez se me ocurrió decir en casa que me parecía bella y bastante elegante. A mi madre, aquel comentario, le infundió cierto malestar. Claro que La Panadera no tenía nada que ver con sus amigas, aquellas señoras que recibían en sus salones y tenían la sensación de manejar los hilos que movían las calles y las rutinas de Madrid.
Allá en la soledad de mi cuarto, yo cavilaba y llegaba a la conclusión de que aquello no era más que un cúmulo de envidias, sentimientos malsanos, encumbraba a La Panadera como dueña de mis sueños de muchacho y de las pasiones de mi joven corazón.
Sucedió una tarde que, estando yo sentado en una de las mesitas de forja del café, vi venir a aquella que llamaba mi señora y ella, que hasta entonces había pasado de largo, se detuvo un instante y me miró. Fue un delirio fugaz, un vuelco al estómago, apenas tuve tiempo de reaccionar.
Mis amigos afirmaban que la habían visto en la iglesia. Que aquella mujer era una devota de misa diaria que visitaba el confesionario con asiduidad, un ejemplo de madre entregada a sus siete polluelos, una esposa indudablemente fiel. Pero yo podía jurarlo: durante unos segundos, aquella tarde, entre los rosales del parque, La Panadera cesó sus pasos y me miró.
Y no solo lo hizo ese último viernes de mayo. Durante todo el verano, aquellos meses que recuerdo cómo inflados por una pomposa voluptuosidad, mi señora se detenía cada viernes, a veces los sábados, porque yo ya me negaba a moverme del café, y me miraba en un momento en que su rostro enrojecía y sus ojos se ponían a brillar.
Incluso Pedro se vio obligado a aceptarlo.
—Se le enciende la cara —dijo entonces —. Las mejillas, los ojos.
Yo no podía negarlo. Aquella era la verdad.
Durante muchos meses ella fue mi alegría, el verdadero motivo por el que me despertaba feliz.
Hasta que una tarde, en que la vi demasiado turbada frente a mi mirada clavada en su pecho y a mi mentón alzado, decidí aprovechar la luz dorada del ocaso, el olor de los jazmines en agosto y, en medio de aquel idilio, hacerle saber que yo también la amaba.
—María —le dije en un suspiro, pues apenas me salía la voz. —Me han dicho que se llama así. He notado que me observa, y aunque quisiera preguntarle la razón, he decidido ahorrárselo.
La respuesta que me dio me dejó helado.
—Es usted igual que su padre.
Volví a casa en silencio, y esa noche cené lo que mi madre había mandado preparar sin rechistar. Observaba a mi padre y trataba de entender: la salud en sus mejillas, esa manera de hablar deprisa, la energía juvenil de que hacía gala desde hacía al menos un año. Rebañaba en la salsa del pescado con un apetito nada común en su persona, reía con regocijo, incluso se mostraba amable con el servicio. Mi madre también parecía haber notado el cambio. Lo que no supe entonces, y nunca he llegado a saber, es si ella era consciente de los motivos de aquella paz en su hogar o si, por el contrario, se mantenía firme en su creencia de ser la única mujer en la vida de aquel marido suyo que su padre le había buscado hacía tantos años ya.
