Hemos logrado recuperar la casa. Ha habido que pelear por ella. María Rosa llora todo el tiempo y se sobresalta con frecuencia. Su marido nos espía cuando vuelve de trabajar y hace preguntas que nosotros no podemos contestarle. Mi mujer amenaza con dejarme si no vuelvo pronto. Yo le he dicho que no creo que pueda, que no sé si es la calle o son los recuerdos, pero estoy más atado que nunca y esto que me noto aquí en el cuello no me va a dejar marchar.
Es difícil saber cuándo empezó todo esto. En qué momento la Calle del Nogal decidió agarrarnos por los pies y pesarnos para siempre. No importa cuántos trenes, cuántos aviones cojamos, de allí no nos podemos marchar.
Nosotros conocemos cada fachada, cada ventana, cada piedrita en el asfalto gris. Conocemos la blancura en las paredes y el naranja cansado de sus tejas. Nosotros hemos nacido, hemos crecido, hemos aprendido a andar y a montar en bicicleta, nos hemos enamorado allí. En la calle del Nogal me rompieron el corazón por primera vez, a mi prima María Rosa la atropelló un coche, el abuelo trajo aquel perrito al que llamamos Artillero y allí lo vimos envejecer y morir de viejo. En el número veinticuatro está la casa donde nacieron nuestros padres, donde íbamos a ver a los abuelos, donde celebrábamos la Navidad. En el veintidós vivía Francisco, aquel niño de las orejas como abanicos que por las tardes nos buscaba para leer historias y jugar.
La primera en salir fue María Rosa. A ella la había estado rondando el hijo de don Claudio, el dueño del casino del pueblo, y después de varios años de tira y afloja había acabado abandonando la juventud con un vestido blanco y un ramo de margaritas silvestres. Yo aún no había cumplido los quince. Recuerdo haber pensado que aquello no se lo iba a poder perdonar. Después el primo Marcel se metió a cura y estuvimos muchos años sin verlo, y poco a poco nos fuimos yendo todos, a la universidad, al matrimonio, a las ciudades lejos de nuestro pueblo y de la calle que nos vio nacer.
Resulta sorprendente, si lo pienso ahora, que en aquel momento nos dejara marchar. Recorrimos otros caminos, levantamos vidas ajenas a aquella infancia que compartimos, nos convertimos en personas que viajan, compran casas y tienen hijos, necesitan trabajar.
Los abuelos murieron en otoño, tres años después de que el último de nosotros se les fuera. Primero la abuela, a causa de una arritmia que la había estado amenazando durante años. El abuelo se arropó con su pena y se fue detrás.
Y más tarde vendimos la casa.
Yo me acuerdo de ese dolor como de arrancarme los huesos, el estómago, alguna parte importante de mí. Me acuerdo de la notaría, volver a verlos a todos, con sus maridos y sus esposas y sus caras serias y los trajes negros, firmando sin escándalo el fin de nuestra niñez, los hasta nunca desalmados a una casa donde habíamos velado a los abuelos, a nuestro tío que murió tan joven, donde habíamos jugado a escondernos en la despensa y a correr alrededor del limonero, sembrar monedas en las macetas y esperar a que creciera el dinero con el que compraríamos chucherías y petardos para molestar a los adultos. Me acuerdo de la cara de Antonio —pobrecito, Antonio, qué manera la suya de morirse de pronto –que la compraba. La redondez de su papada, la nariz inflada de resentimiento, la satisfacción entre los dientes ahora que se cobraba todo lo que siempre había envidiado al abuelo forzándonos a pronunciar aquel adiós. Adiós, y ya está. Ya nunca más saltaríamos descalzos bajo la manguera, ya nunca más las siestas a la sombra de un árbol ni las excursiones al desván.
Vendimos la casa. Y nos marchamos. Pero la calle nunca nos dejó ir en paz.
Han pasado ya unos meses desde que recibí la llamada de María Rosa.
—Primo —dijo. —Dime que a ti te pasa lo mismo.
Le respondí que sí. Yo también había soñado con la puerta, el número veinticuatro, el entierro de la abuela y el del tío. Yo también la había visto con los ojos cerrados, la casa cambiada por los nuevos propietarios, y había escuchado su voz. Le conté que había tratado de alejarme, conducido durante horas pero no había logrado quitármela de encima.
Ella dijo que había tenido una idea. Era necesario salir del país. Ese era su plan.
De modo que unas semanas más tarde los dos habíamos comprado los billetes y volado hasta otro punto de Europa, para ver si así la calle se callaba un poco y nos dejaba dormir en paz. Y como nada ocurrió decidimos buscar otros vuelos y marchar a Rusia, después a Nueva Zelanda, después a Costa Rica, las Canarias, Portugal y cuando quisimos acordar estábamos de nuevo en Madrid comprando unos billetes de tren de regreso al pueblo, a la Calle del Nogal, a la casa donde ya no nos quedaba nada, porque ahora era de otra gente y a saber cómo íbamos a traerla de vuelta, hasta dónde íbamos a ser capaces de llegar.
