Perfume de azahar đźŤŠ

Cuando lo vio aparecer, enseguida supo que con él la cosa iba a ser complicada.

—Busco a Antonia, la de Aguadulce. —Tieso como un palo, sin titubeos, tan condenadamente joven y sano. —Hace tres años que no duermo —se llevó las manos a la garganta —, lo tengo atravesado aquí, el mal del que ella puede curarme.

Antonia volviĂł a sentarse tras la mesa que hacĂ­a las veces de mostrador. Se reajustĂł la toquilla sobre los hombros y, con la seguridad de quien ya lo ha vivido todo, lo mirĂł a los ojos y dijo:

—Mi nombre es Antonia y esta es la costa que me vio nacer. Sin embargo, no creo ser esa que buscas. Yo no puedo ayudarte. Date la vuelta, es lo mejor, marcha de nuevo al lugar de donde has venido.

Ramiro Casillas, sin embargo, los ojos fijos en la anciana, dio tres pasos hacia delante y se dejó caer sobre el sofá.

—Usted devolvió la vista a un viejo que se había quedado ciego. Dicen que curó a un niño de estrabismo, que vende una hierba que limpia las sales biliares y que ha logrado con infusiones que unos riñones secos como dos alpargatas, pequeños y arrugados como pasas, volvieran a fluir como lo hacen las fuentes de las plazas en el Trastevere. Dígame, ya que asiente, ¿por qué no puede ayudarme a mí?

Jamás olvidaría Ramiro la mirada triste de aquella triste mujer.

—Porque el mal que a ti te atormenta, muchacho, es uno de los de dentro, que son los peores, los más arraigados, los de verdad.

Pero Ramiro Casillas se había acomodado entre cojines y flecos de mantas, y una de las hijas de Antonia, la de Aguadulce, le había servido un té.

—Se llama Córdoba —susurró —, mi dolor, la razón de mi insomnio, se llama así, como su ciudad.

Le contó que hacía tres años, allá por mayo, había viajado y se había perdido, cegado por la nostalgia que aquellas calles le habían sabido despertar. Que los balcones de la judería lo habían envuelto en claveles y geranios, y la luz de oro que bañaba la mezquita se le había agarrado con fuerza al corazón. Que había bebido y caminado sin rumbo y en un patio, uno de macetas azules y paredes de cal, detrás de un pozo la vio aparecer. De ella lo recordaba todo, dijo, pero sobre todo, la voz. Recordaba el calor de su cuerpo, cómo se apartaron del resto y, a orillas del Guadalquivir, se habían mezclado las risas de los dos. Después cayeron la noche y las estrellas, como en el teatro cae un telón. Punto y aparte, dormir el vino, abrir los ojos y…

—Desapareció. La busqué por toda Córdoba, por Andalucía, fui a Cazorla y a Sanlúcar por si el rio se la había llevado consigo, para dormirla en el mar.

—¿La encontraste?

—Aún la busco.

Y esa era toda la verdad.

Desde niño, a Ramiro Casillas, le había interesado el arte de crear perfumes. Y hacía tres años que soñaba con traerla de vuelta a golpe de especias, anís de Rute, claveles, picón, almendras, miel, alfajores y azahar. Había probado con el olor del cuero de los cordobanes, con la jara de Sierra Morena y el mosto de las viñas de la campiña. Había mezclado e inventado y sin embargo nada, ningún olor se la había logrado devolver.

—Así que quiero curarme. Volver a dormir otra vez.

Y Antonia, mujer orgullosa, se puso en pie y desapareció de la habitación. Volvió, después de unos minutos, cargada de bolsas, cestas, cajas por desempolvar. Y avisó de que sería lento, el proceso, que haría falta paciencia y volver cada dos días, si es que se quería curar.

Pero nada dio resultado, ya lo habĂ­a dicho Antonia, que la melancolĂ­a es una mala bestia de la que uno no se suele librar. VolvĂ­a siempre, Ramiro Casillas, al portal de la curandera, a contar sus noches de vigilia y de inventar perfumes, rescatar recuerdos, robar matices a un sonido o una luz.

—La tengo aquí —decía siempre, con las manos en la garganta —, y no me deja dormir.

Hasta que una noche, junto al fuego, el marido se atreviĂł a hablar.

—Antonia —la llamó —, tú sabes que yo respeto tu trabajo, que nunca he tenido valor para opinar.

—Calla entonces, viejo. Que no sea esta la primera vez.

—¿Tú no crees, Antonia, que es el momento de sacarlo, ver si sirve, si funciona de verdad?

El espejo de su abuela. De la abuela de su abuela. Ni siquiera sabían hasta cuándo se podían remontar.

Ella negó dos veces. El marido insistió una más.

—El espejo o rendirte, Antonina. No te queda nada más.

De manera que lo buscó entre baúles, le sacudió el tiempo y a la mañana siguiente, lo plantó delante de Ramiro.

—Dime qué ves.

Lo que ocurrió entonces ha pasado de boca en boca hasta llegar a mí, que os lo cuento ahora. Dicen que a Ramiro Casillas se le abrieron los ojos, tanto, que en un segundo se le cambió la cara. Que después se puso en pie y susurró:

—La verdad.

Que hincó entonces las rodillas en el suelo y entonó una súplica, señora, la necesito, no me vaya a abandonar.

—Es de mí —decía, entre lágrimas. —De mi querer encerrarla, de mi manera de no amarla libre, de mi deseo de quererla en un frasco de lo que me quiero curar.

—¿Y Córdoba?

Antonia habĂ­a recuperado el aliento.

—De Córdoba no me quiero curar.

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