
Hay tres cosas en esta vida que a menudo hacen que recuerde y me pregunte quién las inventó: la fregona –porque una ya tiene una edad –, la cama –porque, señores, qué invento –y el queso.
¡Ay, el queso! Con un lugar privilegiado en la nevera –esa cajita de la felicidad–, fundido en las pizzas que devorábamos cuando niños –y cuando no tan niños –, junto al vino que nos hablamos con nuestra familia o nuestros amigos, en el centro de la mesa esperando a la raclette, el queso ha sido y sigue siendo, en muchas casas, el verdadero corazón que las hace hogar. Alrededor del queso nos hemos contado tantas historias, hemos tomado tantas decisiones, hemos reído y nos hemos sentido vivos en tantas ocasiones que hoy, su olor, es algo más que eso. Es un viaje.

Tirando del hilo de la curiosidad, llegamos a saber que la primera fábrica de queso se abrió en Suiza, en 1815. Sin embargo, no es este –¡ni mucho menos! –su origen. Tampoco lo son los monasterios en los que se fabricaba, allá por la Edad Media, ni la Roma Antigua, donde se consideraba un alimento de suma importancia.
Cuentan que allá por el año 6000 a. C. un mercader árabe salió de su casa a caballo, una mañana de calor, con una bolsa fabricada con el estómago de un cordero llena de leche. Al final del día, descubrió, al ir a beber, que lo que contenía el recipiente era algo bien distinto de lo que él había puesto por la mañana: una porción sólida, y suero.
Cuando uno entra en casa Gonay, lo primero que le golpea en las mejillas es el viento fresco del mausoleo que Hércules mandó construir para la mujer a la que había amado: El Pirineo. Allí se encuentra, para recibirte, la persona que ha preparado los quesos que esperan sobre la mesa. Una habitación pequeñita, acogedora, que huele a lo que olían los veranos en el norte. Una botella de vino, bandejas con productos de La Seu d’Urgell –quesos aparte: mermeladas, sobrasada, embutidos –y las horas de la noche por delante, para disfrutar de un buen rato con amigos.

De la cantidad y variedad de quesos que probamos, poco os quiero contar. Lo más acertado es hacer hambre, sentarse allí y dejarse encandilar. Solo os diremos que al terminar –después de más de tres horas que nos parecieron una –elegir con cuál nos quedábamos y cuál comprar fue dificilísimo.
Tanto, que esta semana volvemos a por más.



