Cicatriz ~

“El feminismo es una aventura colectiva.” V. Despentes.


Es sábado y son las dos de la tarde. Hace calor. Llueve. El calendario dice diciembre, pero parece que es abril.
Esta humedad, esta falta de invierno y el sudor, mi cuerpo que rezuma verano bajo la única rebeca –de lana, pica –con la que me atrevo a salir.
Nada más despertar me he asomado al espejo. La cicatriz, el dolor, las manchas de leche en el pijama: todo sigue fuera de control.
Supongo que entrar en un restaurante con un bebé en brazos, uno de más de cuatro kilos, que yo he gestado y he llevado con esfuerzo hasta el final, que ahora crece y se alimenta de mí, debería hacerme sentir orgullosa. Supongo que podría sonreír al mundo con la cabeza bien alta.
Pero solo han pasado dos semanas. Mi barriga sigue abierta e hinchada, el pecho está siempre a punto de explotar y no importa cuánta ropa compre, nada me termina de quedar.
Desde el carro, ella me mira con una seriedad pasmosa. La hemos abrigado de más porque es tan pequeña y nosotros estamos tan asustados.
Tiene hambre. Yo sé que la tiene. Es cuestión de minutos que arranque a llorar. De modo que ha llegado el momento. No hay forma de retrasarlo y sé que ni la mesa apartada en la que nos hemos sentado ni la rebeca me van a salvar. Siento que el pudor podría matarme, que sudo como un animal y que la tierra no se abre, ni me quiere tragar.
Pero a lo lejos, tres mesas más allá, una mujer asiente y me sonríe. No sé qué ha querido decir. Sin embargo, mi corazón de niña asustada encuentra en ella el valor que le podía faltar.
El porqué de tanta vergüenza es un enigma. Después de este primer sábado son muchas las mujeres que me han dado un empujón, que me han tendido la mano y allanado el camino hasta a este lugar en mi historia en que ya nada importa, todo es tan sencillo como encontrar un asiento (¡y a veces de pie!), descubrirme y alimentar a mi bebé.


Echo la vista atrás. Voy en el metro, con un barrigón de ocho meses. Apenas me veo los pies. Unos chavales de unos dieciséis años me miran, pero no mueven un pelo. Una chica de mi edad se pone en pie y me cede el sitio. No sé si sabe cuánto se lo agradezco.

Más atrás. Unas veinte semanas de embarazo. Llevo toda la mañana sin sentir ni una patada del bebé. Hipocondríaca perdida. Desesperada. Echo mano de las redes, whatsapp; de mis amigas y de otras mujeres a las que nunca he visto la cara, mujeres cuyo nombre completo no conozco, pero que están ahí desde hace tiempo, desde hace tantas fotos, mensajes, comentarios. Están ahí. Son de verdad. Ellas recuerdan haber sentido el mismo miedo. Todas tienen algún consejo, una palabra de alivio. Una incluso me da su teléfono. “Por si te asalta el miedo, me dice, o tienes dudas y te puedo ayudar.”


Hace poco escuché en un podcast que “el alma es un cuaderno lleno de las palabras que son nuestras y de nadie más; el apodo que usaba quien te rompió el corazón por primera vez, esa frase que te hace pensar en tu madre…” Yo también lo creo. Y creo que la mía posee toda una página dedicada a las mujeres que me insuflaron aire y me ayudaron a levantar el vuelo.


Viajo de nuevo. Atrás, atrás. Ahora tengo veintiocho años. Estoy esperando para entrar a un baño en un centro comercial. La cola es interminable. De repente, de detrás de una de las puertas, una voz desconocida se alza sobre todas las demás: “¡No estoy embarazada!” Todas aplaudimos y nos ponemos a reír.

Quince años. En un descanso entre clases. Me ha venido la regla y necesito ir a cambiarme. Dos amigas me echan una mano. Una de ellas se planta de pie y me hace de mampara –es muy importante que nadie nos vea –; la otra me pasa una compresa con cuidado, por debajo de la mesa y me vigila cuando me levanto para comprobar que no he manchado la silla.

Once. Estoy en un cumpleaños. Me siento muy triste y tengo un calambre que me atraviesa barriga y casi no puedo soportar. Deseaba la llegada de este día. He visto anuncios, he visto a esas mujeres felices que bailan y van a la piscina y no parecen incómodas, no parecen oler a nada ni ser víctimas de ningún dolor. Busco a mi amiga y me la llevo a un rincón. “Creo que me va a venir. Todavía no se lo he dicho a nadie.”

Diez. He pedido a mi prima que me avise si “se me nota demasiado”. Es verano y odio mi cuerpo en bañador. Demasiados cambios, demasiadas curvas, demasiada yo.


Y antes, mucho antes de que naciera, Virginia Woolf escribe un ensayo que me abrirá los ojos. Jo March cobra vida. Carmen G. de la Cueva comienza a observar el mundo para después mostrármelo desde su perspectiva. Emilia Pardo-Bazán, Sílvia Plath, Simone de Beauvoir. Mujeres que cosieron para mí la red que me sostiene, que me fabricaron estas gafas con las que pretendo analizar el mundo y alcanzar la libertad.
Mujeres, mujeres que han tenido para mí una palabra amiga. Mis abuelas, mamá.


¿No es –me pregunto con frecuencia –fantástico, que hace tantos años buscara en ellas apoyo para esconder la realidad de mi cuerpo, y hoy sean las mismas las que me alzan para mostrarlo sin complejos, siempre fiel a la verdad?

Un comentario sobre “Cicatriz ~

  1. Precioso relato. Me reconozco en esas inseguridades del pasado… y aunque aún no soy madre, me reconozco en las del futuro 😉. ¡Bravo!

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