La confesión del alcalde.

Antes de llegar al puerto, justo donde termina la playa, todavía lejos del barrio de los pescadores, se yergue la que los niños llaman “la escalinata del rey”. Y arriba, después del último peldaño, con sus setos y su jardín de rosas, está la casa del alcalde.

Las ventanas están abiertas. Aún no ha salido el sol. Sin embargo, tras los cristales, más allá del visillo que baila y que huele a arena y a sal, don Julián contempla el malecón desde la cama, el corazón de Jesús sobre la cómoda, el orinal junto a la silla, el espejo que le devuelve una sonrisa acaba de esbozar.

«Nada que hacer –se dice –, esta es la habitación de un viejo».

Después mueve su cuerpo hasta desprenderlo de las sábanas. Busca las zapatillas y marcha al baño. Es hoy, no hay marcha atrás.

Recuerda, hace menos de un año, una mañana parecida a esta en la que la muerte del párroco irrumpió en sus planes de domingo. No hubo más remedio que velarlo, acudir al entierro, aguantar de pie todas esas horas entre viudas y llantos de mentira, exagerados, en cualquier caso. No hubo nada que reprocharle. Tal vez la indiferencia, su falta de afectación. Pero hizo su papel, al menos eso no se le puede negar.

Desde entonces han sobrevivido sin cura, y lo cierto es que nadie lo echa en falta. Solo algunos lo nombran de vez en cuando, las cuatro beatas que marchan cada domingo a mear la pila de la iglesia de la aldea de al lado y algún enfermo que, antes de morir, siente miedo de lo que pueda haber después. En estos casos es él, el alcalde, quien acude a perdonar pecados que ya ni siquiera escucha, tan falto de paciencia como anda.

–Hay tanto que arreglar –suele decir –, tengo tanto trabajo, que lo último de lo que me pienso preocupar es de buscar un párroco.

El pueblo, en su mayoría, aplaude esa actitud. Se vive mejor así, en libertad, sin las amargas miradas del párroco, sin sus amenazas y sus reproches de pájaro viejo y reprimido.

De manera que en julio, al acercarse las fiestas, las primeras que han de celebrarse en libertad, sin un cura que critique lo que se bebe, lo que se dice, lo que se baila y hasta cómo se ha vestido la hija de tal y cual, el comité organizativo quedó sorprendido al escuchar la intención de don Julián.

–¿Invitar al cura del Pozuelo? Ahora que nos hemos librado del nuestro, don Julián, ¿usted quiere ir a buscar al de otro pueblo?

Pero don Julián había golpeado el suelo con su bastón y había dictado sentencia. Después de tantos años al mando no queda en la costa ni un solo valiente capaz de poner en duda su mal genio.

Y, sin embargo, ¿quién lo iba a esperar? Don Julián, que fue el primero en casarse por lo civil, que se negó desde muy joven a asistir a la misa del domingo y que, cuando alcanzó la alcaldía, removió las costumbres del pueblo al rechazar el banco que se le reservaba en Noche Buena, aquel silloncito de madera en la plaza principal durante la Semana Santa; Don Julián, que gruñía siempre que tocaba pagar la limpieza de la iglesia, las flores de la procesión del Santo, insistía ahora en invitar al cura del Pozuelo para que ofíciara una misa el domingo de las fiestas. Nadie parecía dar crédito. Nadie, excepto la gitana.

Cuarenta años lleva bailando en la calle, unos cincuenta llorando la pena de haber visto morir a su hija de frío y de hambre. Ella, que de gitana no tiene más que el nombre, la piel morena de tanto sol, desde hace unas semanas, cuando oye decir que don Julián ha invitado al cura del Pozuelo, cierra los ojos, abre la boca y con los dientes al aire, el sarro, esa garganta roja, se echa a reír. Y cuando el hijo del tendero se atrevió a preguntarle, la semana pasada, qué era lo que le hacía tanta gracia, su única respuesta no hizo más que aumentar la confusión.

–Id a preguntar al médico –dijo –, ese hombre sabe lo que le pasa.

Pero nadie lo hizo. Y a día de hoy, el primero de las fiestas, solo don Julián, que ahora se afeita con cuidado de espaldas al mar, conoce el motivo.

Ha enviado un coche para recoger al párroco. A las ocho en punto, dijo, y a las ocho menos dos minutos ha sonado el timbre, el cura entra en su casa con la cabeza alta y una sonrisa, un paquete lleno de grasa y un olor a fritanga que echa para atrás.

–Le he traído unos churros –dice –. Usted dirá.

De manera que don Julián se lo cuenta todo. Lo vomita, podría decirse que se lo a la cara. Desde la infancia, todo lo que le corroe; necesita marchar en paz.

Después el cura se larga y deja atrás unos deberes más o menos justos o elegidos al azar–dos avemarías, cuatro padrenuestros –y el mismo remordimiento.

Y ya se rinde, don Julián, ya encamina su rumbo a sus últimas fiestas en el pueblo cuando, al pie de la Escalinata del Rey, la ve.

–No te ha curado, ¿verdad?

Nicoletta, la gitana. Esa mujer que llegó de Italia hace unos cuarenta años y volvió loco a Juliancito, el que aún no había cumplido los veinte, el que todavía soñaba con una vida a lo grande.

–Lo que yo tengo no se puede curar.

Ella ríe con escándalo, como la loca que ha llegado a ser.

–Digo lo otro. Lo que te lleva matando tantos años. La tienes, a nuestra hija, la tienes agarrada al alma.

–Yo no le hice nada.

–Tú la negaste, la privaste de un hogar y cuando murió miraste para otro lado.

Pero él no quiere, no puede escuchar nada más. De un empujón, la aparta y echa a andar.

Sin embargo, a sus espaldas, la voz de la gitana lo detiene una vez más:

–¡Eh, señor alcalde! Entonces no eras más que Juliancito, mi Julián. ¡Eras un crío! Uno que no sabía nada, tan ambicioso, tan engañado todavía, siempre con ganas de más. ¿Quién puede guardar rencor a un niño? ¡Un pobre niño que se equivoca y después paga con una vida de infelicidad!

Don Julián se atreve a mirarla.

–¿Tú no?

–¡Ya no! Y tú tampoco deberías. Déjalo estar.

Y ahora sí, ahora ya limpio, camina y por primera vez no le importa, saber que lo hace hacia su final.

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