Hora de estrellas *

El silencio redondo de la noche
sobre el pentagrama
del infinito.

Yo me salgo desnudo a la calle,
maduro de versos
perdidos.
Lo negro, acribillado
por el canto del grillo,
tiene ese fuego fatuo,
muerto,
del sonido.
Esa luz musical
que percibe
el espíritu.

Los esqueletos de mil mariposas
duermen en mi recinto.

Hay una juventud de brisas locas
sobre el río.

Federico García Lorca.

Hace unas horas que ha caído: el telón, la negrura de lo inagotable, el silencio redondo de la noche sobre los cuerpos que se encogen y se estiran y se abandonan, como muertos, a otros mundos   lejanos o a la desazón del insomnio y el destierro del sueño.

Bajo las mantas, ella golpea la espalda y susurra el nombre de su marido. Un resuello de perro seguido de su respiración en calma son la única respuesta. Vuelve a intentarlo. Nada. 

Un mosquito del tamaño de un pájaro silba junto a su oído. Desearía encender la luz, discernir alguna forma. Agita la mano en el aire pero no la ve. Y el mosquito huye y vuelve, parece haberse marchado para después volver a volver.

A lo lejos se abre una ventana, se cierra una puerta. La calle hierve tras la cortinas, atestada de evocaciones y presagios, ansiedades que se acercan y sensateces que no regresarán hasta el amanecer. 

No recuerda si cerró la puerta. Tampoco la ve. 

Frente a ella, el pasillo. Eso cree. 

El pasillo y más allá la cocina, la puerta de la entrada y el rellano. Las casas donde los otros habitan esas vidas secretísimas que no se deben descifrar. 

Alguien sale a la escalera y llama al ascensor. El timbre, una tos lejana, el traqueteo de la marcha hacia el portal. 

Las paredes crujen. Las grietas, piensa, qué puede entrar por ahí. 

El arrastrar de una culebra, el océano, el mosquito que vuelve a zumbar. 

Susurra de nuevo. No quiere estar sola. Desea despertarlo a él. 

De repente algo la detiene, unos pies en las escalera. Sigue el ritmo –uno, dos, uno, dos –, lo acompaña con su respiración. 

Frente a la puerta –¿la suya? –un silencio habitado, la sombra invisible de unos pies en la oscuridad total. 

Salta de la cama. Camina de puntillas. De repente una voz la sobresalta. A sus espaldas, el marido pregunta por qué. Pero ella chista; sin hacer ruido, manda callar. Señala la mirilla, la luz apagada de fuera, el hálito silente de quien al otro lado espera con la nariz pegada a la puerta que los separa. 

Después vuelven a la cama. El marido la abraza, murmura contra su pelo que todo ha sido un sueño y no se debe preocupar. 

Cierra los ojos. El mosquito zumba. 

Las paredes. 

Las grietas. 

La ventana, las puertas, la calle. 

El parpadeo de ese ojo en el rellano, que se ha pegado a la mirilla y en la noche, trata de adivinar.

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