Desfado

“Ai que saudade

Que eu tenho de ter saudade

Saudades de ter alguém

Que aqui está e não existe”

“Ay que nostalgia

Que tengo de tener nostalgia

Nostalgia de tener a alguien

Que aquí está y no existe”

No es la primera vez que respira la humedad en el Muelle de las columnas. Que se deja mojar los pies por las aguas que hace tiempo se tragaron los sueños de su infancia. Apenas veintisiete años, aquel verano y aquel viaje a Lisboa, la silueta de una mujer enamorada a contraluz.

Tomás se mira las manos. Las extiende y las observa así, sobre el fondo que es el mar oscuro del atardecer. La luz, piensa, la luz de Lisboa no es como las demás. 

Ha vuelto, después de tantos años, a la plaza donde murió el adolescente que fue. 

A lo lejos, su mujer se ha sentado en un escalón de piedra y ha cerrado los ojos frente a un viento naranja, que ha teñido el cielo y se le pega al pelo y a la piel. En silencio se mece y acuna al bebé. Él la mira. Marina. La mira y la quiere, aunque lo cierto es que nunca lo dudó. 

Se acerca a ella y le tiende la mano. Es el primer viaje de los tres. 

¿Por qué eligió Lisboa? Solo ahora se lo pregunta. O quizá no solo ahora, quizá el rugir de la pregunta ha estado siempre ahí. El recuerdo, las gaviotas, las olas, el último adiós. 

Recuerda aquel pelo, el olor, esta misma luz en unos ojos que se achinan, que sonríen, que se han empezado a alejar. Aquellas palabras, después de un mes de agosto de revolver las sábanas, desayunar a deshoras, aprender a vivir y trasnochar: 

–Pero tú te vas. –Con ese acento, con esa voz tan grave que parecía salir del mar. –Eres de los que no vuelven. Te vas.

–Claro que vuelvo. En Navidad. 

No era cierto, lo supo nada más llegar a Madrid. Con sus padres, los exámenes y todo lo demás, ¿cómo iba a regresar?

Recuerda haberla llamado al teléfono de aquella pastelería donde trabajaba, haberle escrito todas esas cartas emborronadas por la prisa y la poca luz de la habitación. La tristeza, la soledad devastadora, el echar de menos más brutal.

Después ocurrió lo de siempre: el tiempo, la vida, la suave transformación de la desdicha en una nostalgia casi feliz. Subir a la sierra en pleno verano, a la hora punta, dorada, para extender las manos al sol. Sentir, bajo los párpados, el calor que para Ícaro supuso la perdición. 

Olvidar, sin olvidar nunca de verdad. 

Fue entonces cuando llegó Marina. Esa manera de amar serena, tan en calma, racional. Feliz, con aquella vida de despertador y desayuno, trabajo, cine, amigos, boda, marchar a la cama, cerrar los ojos y pensar en ella, junto a Marina, pensar en la otra, en el olor de la otra, en su piel, su voz. La otra siempre ahí, tras las ventanas, como una lluvia incesante, una hoguera, un fantasma de mujer. 

Pero ha decidido olvidarla, hace un año que apenas piensa en ella. Antes del niño, de que llegara, incluso de pensar en tenerlo. Podría decirse que los despertares junto a Marina, su casa, el modo en que ambos han decidido vivir y sus costumbres han logrado suplantar a esa figura que yace como muerta en todas partes y renace, cuando uno menos se lo espera, de una luz, un perfume o una canción. 

Quiere a Marina. A ella y al bebé. Pero ahora, justo esta tarde en el muelle, bajo la luz apagada de este sol, la pregunta martillea, ¿por qué Lisboa?, ¿por qué volver aquí?, ¿por qué no cualquier otro rincón?

Entonces la ve. Más allá de su mujer, entre el bullicio del mercado y las bombillas, un viejo toca la guitarra y canta y junto a él, la otra bebe cerveza y ríe, camina, se pierde entre la gente y desaparece una vez más. 

De repente, Tomás olvida. A Marina, al niño, olvida incluso dónde está. Se lanza de cabeza, se sumerge en un mar de espaldas y brazos, bebidas y sudor, y la persigue, sigue su rastro hasta el final. 

Hasta que alcanza su rebeca y consigue agarrarla, tira, dice su nombre y la obliga a girar. Solo en ese momento cae en la cuenta del ridículo, haberse confundido con una niña, como si para ella no corriera el tiempo ni cambiara la edad. Se disculpa, agacha la cabeza y vuelve junto a su mujer. 

Y en el camino de vuelta una verdad le alcanza como un rayo: solo ridículo, quizá vergüenza, ni una pizca de decepción. No le importa haberla perdido, no volver a verla; esta vez el fantasma se ha esfumado de verdad. 

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