Ni con los ojos cerrados puedo dejar de verlo. Este color, este verde fluorescente que se le mete a una bajo los párpados. Entre las cejas y en las sienes. Es molesto. Duele.
Con el cuello extendido, la nuca apoyada en el borde helado del lavacabezas, aprieto con fuerza y lo intento de nuevo: volverme ciega, apagar el verde que me ha devuelto la infancia. Detrás de mí la siento a ella. Respira, carraspea. Huele a tabaco y a menta, al perfume barato que me levanta el estómago. Oigo el grifo que se abre, el agua que me moja la frente, su voz.
–¿Demasiado caliente?
Está bien así. Le digo que está bien cuando lo cierto es que. ¿Qué? Si todavía no sé a qué he venido y cada vez que abro los ojos me encuentro con el techo y las paredes y vuelvo a preguntarme quién, quién en su sano juicio pintaría una habitación de este color.
Tampoco he tenido tiempo de verle las manos. Pero puedo imaginarlas. Adivinar el rojo de esas uñas con las que me araña cuando extiende el champú.
El sonido que sus pulseras hacen al chocar y este olor a peluquería me llevan de vuelta a mis ocho, diez, doce años, sentada en el banquillo donde me colgaban las piernas mientras ella me cepillaba y me pasaba el secador. Me pregunto, es inevitable, cuándo empezó a joderse todo aquello. En qué momento decidí que encerrarme en mi habitación, aislarme en el silencio de mis cascos y en la pantalla del ordenador era lo único que me quedaba.
Estudiar, remar con furia, acabar huyendo.
Cierra el grifo. Se retira. El frío se me cuela entre los mechones mojados. El verde. La adolescencia olvidada. El destierro.
Después vuelve, su voz. Dice:
–¿Suavizante?
–Será mejor que no. Gracias.
Pero ella insiste. Siempre. Insiste.
–Si no, no te puedo desenredar. Te va a hacer bien.
De manera que vuelvo a negarlo. No.
–No te puedo desenredar.
–Me ensucia el pelo –digo –. Me lo engrasa. –Y de nuevo: –No.
Le da igual. No escucha. Ella va a por su bote y lo trae hasta aquí. Lo huelo. Grito:
–¡No! ¡He dicho que no! ¿Es que no ha cambiado nada?
Pausa. Ella guarda silencio. Vuelve a abrir el grifo y me enjuaga. Después pregunta:
–¿Cómo te va?
Cómo te va, dice. Y yo quisiera contarle tantas cosas. Contarle que nunca he sabido por qué dejé de llamar, que una mañana amaneció nublado hacía calor y tuve que coger el metro, y de repente pensé que no me apetecía hacerlo nunca más. Pero no lo hago. Solo digo, bien. Y la oigo suspirar. Al menos no tengo que mirarla a la cara.
–¿Sigues en la universidad?
–Claro, sí. ¿Por qué lo pintas todo de este verde? Es molesto, es, no sé. Da igual.
–El color de tu habitación no recuerdo quién lo eligió. Este ha sido tu abuela, porque le recuerda a ti.
Una ventana abierta, un visillo que baila. La luz, su butaca, sus piernas al sol. Puedo verla, casi tocarla.
–¿Cómo está?
–Te echa de menos. Ya no puede trabajar. –Después ríe, alegre. Es lo que hace cuando no sabe qué decir. –Entonces, ¿qué? ¿Tienes ya tu despacho? Con una foto nuestra y una placa con tu nombre y todo lo demás.
Si ella supiera, pienso, si pudiera adivinar, acercarse un poco al aspecto del lugar donde trabajo, esa habitación que huele a papeles viejos y macarrones recalentados, donde nos sentamos a trabajar las cuatro personas que compartimos, cómo lo ha llamado, un despacho.
–Algo parecido, sí. –Trato de ser amable. –Lo comparto con otros tres becarios, pero en la mesa hay un cartelito que dice quien soy.
Que dice quien soy. Quién soy. Si estuviese escrito en un cartel.
Ella me envuelve el pelo en una toalla. Levántate, dice, y después me acompaña hasta el sillón que hay frente al espejo. Ahora sí que la veo, detrás de mí. El verde de las paredes, los alógenos, la expresión de su cara.
–Estás muy guapa–dice –. Tienes esos ojos, de persona inteligente. Yo he leído mucho últimamente, ahora veo peor.
El club de lectura, todas esas amigas suyas que huelen a lo mismo y fuman y se reúnen alrededor de una mesa con pasteles y vino barato para hablar de lo que ellas creen que es literatura.
–Yo no tengo tiempo de leer.
–¿Por qué sigues siendo una becaria?
Es inútil. No comprende, no es capaz de entender nada.
–Bueno. Al menos han escrito la palabrita delante del nombre. Doctora, pone. ¿No suena bien? Doctora tal.
Pero ella se encoge de hombros. No sabe nada.
Con el cepillo, me desenreda. Ese brío, la recuerdo. Antes de ir al colegio, los tirones que me daba.
–Si te hubiera puesto suavizante. Bueno, entonces estás feliz, ¿no? Con tus títulos y tu placa y todo eso.
–Sí –no miento. –Me gusta. La ciudad, el trabajo, la gente con la que convivo.
Me mira. A través del espejo me duele con esos ojos de miope que me clava. Su rubio platino, los labios rosas, las uñas como imaginaba. Rebusca en un cajón y saca unas tijeras.
–¿Quieres que corte?
Asiento. Sí. No es lo que quiero, pero qué voy a hacer.
–No mucho –casi suplico. No me fío de ella. –No te vayas a pasar.
Y entonces se atreve. Algo se rompe, una pared cae, deja la mano en mi hombro y al fin pregunta para qué. Yo busco una respuesta. La escucho, lejana. ¿Para qué has venido, Laura? Dice, Laura, Laura, para qué.
Imagino todo lo que querrá preguntar. Si es que no la quiero, si no pensé que le haría daño. ¿Cómo se justifican, cómo, tres años de un silencio ensordecedor?
Pero lo único que atina a decir es, de algún modo, lo que al final nos separó.
–Después de haberte pagado la carrera, Laura. Tú dirás de la beca y de lo que quieras. Pero nos costaba. Tenías un trabajo aquí pero querías otra cosa, bueno. Y tu madre qué hizo. Qué hizo, Laura. Arrimar el hombro y ayudar. La carrera, el master y después todos a celebrar. Ya es doctora, la niña, ya ha podido probar que es mejor que nosotras.
–No era eso. No era eso, mamá.
Porque cómo mirarla y decirle a la cara la vergüenza que me hicieron pasar. El tribunal allí plantado y ellas tres que aplaudían, la abuela que lloraba, mi hermana con los dedos metidos en la boca y silbando como cuando su equipo marcaba un gol.
–Da igual lo que fuera. Te apoyamos. Estuvimos ahí hasta que lo conseguiste y después, ¿qué? Silencio.
–No me salía llamar.
No me salía. Lo intenté, lo juro, pero acababa siempre por recordar. Las diferencias, esa manera que han tenido siempre de hacerme sentir fuera de lugar. Si de algo estoy segura es de que esta nunca ha sido mi casa.
Ella vuelve a preguntar:
–¿Para qué vienes, ahora, Laura?
Pero no tengo una respuesta. Quería preguntar, recuerdo, si de verdad es tan difícil. Renunciar a una parte de la vida y entregarse a los hijos, cuidarlos, aceptar que por un tiempo se han acabado las noches y los hombres y todo aquello que la vi priorizar.
Pero no es el momento. Nunca lo es.
De manera que me dejo cortar el pelo. Más, siempre más de lo que he pedido. Y me resigno a volver al exilio, hundirnos en la incomunicación con que he tratado de salvar lo que alguna vez nos quisimos.
Salir de aquí, abandonar este verde asfixiante donde nunca he encontrado respuestas, ni he sabido echar raíces ni sentirme en casa.
Arranco el coche. Bajo la ventanilla y digo adiós.
–¿Me piensas olvidar?
–No –digo. Es posible que sea sincera por primera vez. –Pero será mejor no estropear los buenos recuerdos.
Después desaparezco, desaparece ella. Todavía no lo sé.
