El cuento de este martes no me pertenece, pero he querido darle voz por la emoción que me logró despertarme.
Siempre que me han preguntado por qué escribo, para qué, mi respuesta ha sido la misma: para transmitir, para romper, para cambiar algo.
Hace unos días recibí un mensaje de una lectora de “Donde habita la vida” y “Cuando llueve en Florencia”. En él me contaba que al leerme, había vuelto a Cortázar, a Calvino y, lo más importante, a escribir.
Compartía conmigo, además, este pequeño cuento que es uno de esos amores difíciles de los que tanto disfruto. Sin saberlo, ella también me inspiró.
Gracias, por haber aceptado ser un eslabón en la cadena que alimenta la creatividad ❤️
A veces quiere la vida que se crucen dos amantes como dos coches que avanzan en direcciones opuestas, siempre hacia delante, irrefrenables en su deseo de llegar a algún lugar, a algún destino que no podría estar más alejado del destino del otro, y que coinciden en un único punto de la carretera, en un único instante suspendido en el tiempo y el espacio, un único momento en el que si uno mirara hacia su izquierda, si con los ojos acariciara de reojo la ventanilla de la izquierda, se encontraría fugazmente con los ojos del otro en los que verse reflejado como en un espejo; después ese momento se desharía como papel mojado bajo la lluvia y eso sería todo, ya nunca más volvería uno a encontrarse con la mirada del otro al volver la vista hacia la izquierda, ya nunca más estarían ambos coches sostenidos en un único punto, uno al lado del otro, con los motores —los corazones— encendidos de nostalgia. Ya nunca más, ya nunca, ya sólo el vacío al otro lado de la ventana y un destino tras el parabrisas que no es menos feliz, ni menos dichoso, que no contiene menos alegrías que cualquier otro, pero que no incluye el poder mirarse subrepticiamente, el poder acariciarse con las pupilas cuando sintieran el pellizco interno, la intuición difusa de mirar, despreocupadamente, hacia la izquierda.
Texto de Julia Puig Soto.