Sol de la infancia.

En aquellos tiempos todos andábamos locos por ella. María Pilar de la Torre Guzmán. La mayoría vivíamos donde los barrios, arriba; ella, en una casita a pie de mar. 

Recuerdo el día que llegó. Junio, las notas en la mano y las vacaciones por estrenar. A mi hermano lo habían castigado. Él juraba que había estudiado todo el año y que las matemáticas, vaya a saber por qué, nunca las iba a aprobar. 

Habíamos decidido acompañarle. Él se había sentado en el alféizar de su ventana y nosotros habíamos traído unas sillas de plástico al jardín. Estaban llenas de mugre. Mi hermano fumaba y nos echaba las colillas. Se moría de risa.  Desde ahí podía ver el mar. 

Serían las seis de la tarde cuando señaló a la playa con el dedo y gritó: 

–¡Ya vienen algunos! –Los veraneantes, quería decir. –¡Están empezando a llegar!

Alguno de nosotros preguntó si veía chicas guapas. Mi hermano dijo que sí. Al parecer una rubia muy pálida, con un culo perfecto, que seguro se iba a quemar. 

–Es imposible que le veas el culo, Pedro. Desde tan lejos. 

Pero Pedro se había encogido de hombros y había dicho que no lo creyésemos, si no queríamos. A él le daba igual. 

Nosotros no lo sabíamos, pero hablaba de María Pilar. 

Tengo aquel verano grabado con fuego en la memoria. No importa cuántos años cumpla –cuarenta, sesenta y seis –, siempre que huelo el mar pienso en ella, en la Pilarita y sus bañadores de dos piezas, esa manera de correr por la orilla y después hundirse en el agua. Nadaba como nadie, ella, aunque fuese de un pueblo de interior.  

–Tendrá piscina en su casa.

–¿En invierno?

–¡Las hay cubiertas, gandul!

Especulábamos. La seguíamos a todas partes. Al principio ella fingía no enterarse, pero después se empezaron a notar ciertas sonrisas, algunas miradas. Le gustaba mi hermano, pensábamos, porque era al que preferían todas. 

Aunque lo cierto era que a María Pilar lo que le gustaba era saber que la estábamos mirando. En las fiestas del pueblo siempre era la más guapa.

Yo había oído decir a mi madre que ella era igual que la suya. 

–A la misa no faltan –murmuraba –, pero después bien que recorta las faldas y se mete en los bares, con los hombres. Para buscar a su marido, dice. Yo te diré qué es lo que busca por ahí. 

Le gustaba el helado de pistacho, aunque aquello era algo que solo sabía yo. Cuando todos se habían dado la vuelta y corrían a esconderse detrás de las hamacas, para beber vino y fumar, yo seguía tras ella, me convertía en su sombra. Lo llamaba “estudiar”. 

Estudiaba su comida favorita, memorizaba el nombre de su perro, de sus padres, de los libros que la vi leer. Se sentaba en las terrazas del puerto y pasaba las páginas olvidada del mundo. Era cuando más me gustaba: cuando creía que no la miraba nadie y era solo ella, despeinada, tranquila, feliz. 

Recuerdo que una vez entré en una librería y pedí una lista de títulos que le había copiado. Soñaba con leerlos todos, comprenderlos para comprenderla de una vez. Soñaba con sentarme a su lado, invitarla a un refresco y deslumbrarla con mi saber atolondrado. El librero me conocía, enseguida se echó a reír. 

Los chicos también se habían dado cuenta. 

–Te gusta –decían, entre el enfado y la burla –, parece que te gusta de verdad. 

Me separé de ellos. De repente ya no eran para mí lo que habían sido siempre: mis amigos, mi hermano. Los miraba y lo único que veía era una masa deforme de chiquillos que rodaban por la playa, por el muelle, que subían a los barrios a jugar con la pelota y a armar un jaleo del que yo había empezado a avergonzarme.

Bajaba al mar y me sentaba junto al puesto de socorro. Abría los libros, muy serio, y espiaba por encima de las pastas los paseos de María Pilar. 

Lo único que recuerdo de aquellas lecturas es un bañador de lunares negros, un pañuelo en la cabeza, sus gafas de sol. Pilar me pasaba al lado y dejaba siempre ese olor a gel y a cremas, perseguía las mariquitas del parque y se las posaba en la nariz, había hecho amigas y se tumbaba en la arena junto a ellas. 

Para mediados de julio Pilar ya era la novia Pedro. Yo los miraba cuando se sentaban a ver atardecer, las toallas y las cabezas muy juntas, y se besaban de un modo que me rompía el corazón.

Después llegó septiembre y ella marchó con su familia. Esa noche entré en la habitación de Pedro y me senté junto a él, en la cama.

–¿La vas a echar de menos?

–Claro. Pero para eso están las cartas. Me ha dado su dirección. 

Lo vigilé de cerca. A veces, preguntaba. Buscaba, incansable, cualquier excusa para decir su nombre, para escucharlo: María Pilar de la Torre Guzmán.

Ni que decir tiene que no le escribió nunca. La olvidó. 

Yo perdí el apetito durante unos meses, empecé a suspender en el colegio y a fumar. El tiempo, pensaba, el tiempo me va a curar. 

Pero han pasado más de cincuenta años, ahora soy un viejo. He acumulado imágenes, tantas, una boda, cinco hijos, tantos nietos, he enterrado a mi mujer. He llorado la pérdida y después he buscado a mis padres, mi infancia, quién sabe qué. El caso es que vuelto a este pueblo donde pensé que nunca volvería, y me he sentado en esta terraza donde he vuelto a encontrarla. 

Se ha cardado el pelo, lleva los labios pintados y un collar de perlas. Da, de vez en cuando, pequeños sorbos a un zumo de tomate con pimienta y limón. 

Yo la miro. De lejos, la miro. María Pilar y esa elegancia suya, las manos que pasan las páginas de un libro que yo no he leído o del que, si lo he hecho, nunca sabré hablarle a ella.

Por un momento, se fija en mí. Una mariquita. Recuerdo una mariquita sobre su nariz. Sonríe. Después saca un bolígrafo de su bolso y escribe en un papel. 

Viene hacia mí. No dice nada. Deja la nota en mi mesa y se aleja, apoyada en un bastón. 

Cuando despliego el papel es tarde.

«Tú eras el único –leo –, que me gustaba de verdad».

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