SE VENDE CRECEPELO.

Tenía que ser en mayo. Después de todo el invierno, de verdad, ¿era necesario morirse justo ahora?

Cierra un momento los ojos. Rogelio trata de hacer memoria y recontar: diciembre, enero… Seis meses. Seis. Casi veintidós semanas sin viajar, sin moverse de casa, esperando la noticia que siempre estaba a punto de llegar. 

–La tía Leoncia ha muerto. Busca un vuelo. Tienes que venir ya. 

Pues al final ha sido en mayo. 

Rogelio abre la puerta de la terraza y respira el olor a azahar. Son las ocho de la tarde; los días son cada vez más largos. La habitación del hotel da a un patio de luces más o menos amplio. En la fachada de enfrente, la luz de las lámparas deja ver lo que hay detrás. Los postigos abiertos, las ventanas. Una mujer de unos cuarenta años cepilla el pelo de una chiquilla en camisón, un muchacho con pinta de enfermo se ajusta las gafas y lee, en el ático un anciano ha empezado a tocar el piano. 

Tenía que ser ahora. Justo a comienzos de mayo. 

Si hubiese sido hace dos meses, ¡unas seis semanas!, cuando aún hacía frío en la calle y las chimeneas tardaban en calentar las casas; si hubiese sido antes de que asomara el calorcito que trae este viento templado, entonces podría haberse puesto su gorro para ir a la iglesia, al cementerio, a donde hiciese falta. Pero la tía Leoncia siempre se ha burlado de él: cuando era feo porque lo era y, cuando adelgazó y empezó a vestir mejor, porque era demasiado el dinero que gastaba.

–¡Vanidoso! –Recuerda su risa, cariñosa; el modo en que se burlaba.

Vuelve a cerrar la puerta. Enmudecen, al otro lado, la brisa de mayo y el piano. Rogelio sale de la habitación, busca el ascensor, se lanza a la calle. Ni siquiera hace falta una chaqueta, maldita sea. 

En la esquina de esta misma plaza hay un café donde sirven copas de vino. Busca una mesa y se sienta. Al velatorio no piensa ir, eso lo tiene claro. Ya pueden decir su madre y sus hermanas, ya puede decir el tío Andrés. 

El saludo de uno de los camareros le obliga a alzar la mirada. Es entonces cuando se ve. Frente a frente, en una columna cubierta de espejos: esas entradas y esa calva por encima de un gesto de cuarentón aburrido. 

Si al menos hiciese algo de fresco, si pudiese plantarse su gorro.  

–No tienes cara de joven. 

Rogelio se vuelve de un respingo. Busca a la responsable de una acusación tan rara. 

–Es que no lo soy. 

La señora le aguanta la mirada. Debe tener unos setenta. Demasiado morena, demasiado flaca. Lleva la cabeza cubierta por un pañuelo, una falda que roza el suelo, un jersey raído debajo de una especie de bata de flores naranjas. Le sonríe, ceñuda, bajo la frente arrugada. 

Rogelio golpea la mesa con el dedo. Toquecitos suaves y ansiosos. Después, paga la cuenta y se le larga. 

Una vez en la calle, la anciana vuelve a por él. 

–A lo mejor puedo arreglártelo. 

–¿Arreglar qué, señora? Déjeme pasar.

Pero ella no se acobarda. Busca en el interior de la bata y saca una cesta. Rogelio la escruta: frascos, arena, ramitas de olivo y hojas de albahaca. 

–No me va a vender nada. 

La vieja levanta la barbilla. Se enfrenta a él. 

–¿No? Hierba para infusionar. Las tengo para el estreñimiento, para los cólicos, para los celos. Para el amor no correspondido. 

Rogelio trata de escaparse, pero no logra apartarla. 

–No necesito… ¡No me pasa nada!

–Para las piedras, las vesículas, para las ampollas de los pies. Y esta… –Sonríe, maliciosa; guiña un ojo y alza un frasco que desprende mal olor. –Esta loción que hace efecto a la primera gota, mira, ¿no quieres saber para qué es?

–He dicho que no.

–Crecepelo. ¿Lo has oído? ¿Cómo no la vas a querer?

A la mañana siguiente, Rogelio amanece temprano. La habitación aún conserva ese olor. Se esconde bajo las sábanas.

No es que tuviese ningún tipo de fe pero, en fin, con el problema que tiene y siendo hoy el entierro, mejor comprar esa porquería y jugar una última carta. 

¿Cómo va a ponerse delante de todos ellos, que nunca han dejado de verlo como el niño que fue? Se recuerda, Rogelio, con la boca llena de hierros y la frente sembrada de granos; esas piernitas tan cortas y esa ropa que a su madre se le antojaba combinar con los lazos de su hermana mayor. 

Pero es la hora de levantarse y afrontar el día. Es posible que al final sí lleve el gorro; antes que aguantar sus miradas, prefiere asarse de calor.

Sin embargo, cuando se mira en el espejo, antes de abrir el grifo, Rogelio deja escapar un grito que se oye en más de una planta. Cierra los ojos, se sienta en el bidé. Después trata de recomponerse y se asoma de nuevo. Ahí está, no se lo cree. 

Una mata de pelo negro y despeinado le baila sobre las cejas. Se acerca a su reflejo y se lleva las manos a la cabeza. Primero una. Después la otra. Se aferra a los mechones y tira con fuerza. Duele. Se le saltan las lágrimas. Se echa a reír a carcajadas. 

Cuando aparece en la iglesia lo hace con paso seguro. Saluda a sus primos, besa a su madre, abraza a sus hermanas. 

–Rogelio. 

Esa voz le hiela la espalda. 

–Raquel. ¿Cómo estás?

Raquel titubea, sonríe con timidez. Parece no haber olvidado que hace unos años huyeron de aquella boda del infierno donde todo eran lazos y mentiras; parece que quiera repetir aquello de escapar con él. 

Después se guarda silencio, se despide a la tía Leoncia. Se conduce hasta el cementerio de un pueblo que llora porque la conocía, seguro, mejor que sus propios sobrinos. 

Junto a la cancela donde se dicen adiós –hasta la próxima, familia, hasta la próxima boda o el próximo entierro –, Rogelio busca a Raquel. Roza su cintura, dice: 

–Con este calor, ¿quién se vuelve al hotel?

De manera que conducen hasta el centro, almuerzan, toman un helado, beben café. Es natural, se dicen, ni siquiera son primos de verdad. Y hay besos, es que hay besos y caricias y abrazos que le salen a uno solos, como el comer, como respirar. 

Hacia las ocho, Rogelio vuelve a su hotel. Camina despacio, recuerda la tarde que ha pasado entre las sábanas de Raquel. Antes de cruzar la puerta, el reflejo de una bata naranja frena sus pasos. 

–Sonrisa de bobalicón. 

–No se burle, señora. Y gracias. 

Pero la vieja ni siquiera lo mira ya. Ríe, con tanto escándalo, que a Rogelio le entran ganas de correr. La mira, un segundo antes de marcharse. Lo que ve le deja helado.

Está sentada en el pórtico de una iglesia, con la bata echada por encima y la cesta sobre las rodillas. Junto a ella, en el suelo, un cartón mal apañado le hace las veces de cartel: 

“SE VENDE CRECEPELO. RESULTADO INMEDIATO. VISIBLE SOLO POR EL PROPIO CONSUMIDOR.”

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