En este pueblo no hay otro sitio donde matarse. Tampoco es que haya buscado mucho, una no piensa en esas cosas cuando apenas ha cumplido dieciséis años.
Pero esta vez es demasiado.
Laura sube las escaleras. Uno, dos, tres peldaños. Coge aire, se esfuerza: quiere ir más despacio.
La azotea de la segunda torre es la única opción. Iba a ser un parque de atracciones y al final, es lo que siempre pasa, los dos edificios de este hotel en ruinas fueron lo único que quedó.
Fantasea con la imagen: su cuerpo, el asfalto. La sangre, las tripas, el pelo; como un animal atropellado. Imagina el griterío, los vecinos; su madre, con el dedo índice alzado:
–¡Ha pasado demasiadas veces! Si ya tapiaron una, ¿por qué no hacerlo con las dos?
La respuesta es siempre la misma. La dejadez, el olvido de un pueblo que no sabe priorizar.
No va a saltar. Se lo dice a sí misma. Solo quiere echar un vistazo.
Ha despertado, esta mañana, con la resaca de una primera borrachera, la sensación de haber dormido durante años, y ha recordado –cada mañana, recuerda –cómo ha cambiado su vida, cómo ha llegado a ser el infierno en que una no puede salir de casa sin temer que la vean.
La culpa es suya. De André. Con esa piel tan fina, con esos ojos, esa nariz y ese bigote que no es más que una sombra sobre los labios. Esa manera de irrumpir, con su acento francés y sus andares, con esa timidez y ese aislamiento que le hicieron pensar que de algún modo era igual a ella.
¿Cuántos años ha pasado así, enamorada como una estúpida? Al menos tres. Desde primero. Tanto observarlo de lejos, tanto pudor antes de acercarse y ofrecerle un trozo de su sándwich.
Recuerda la sensación, la mirada agradecida de André.
Décima planta. Ha llegado. El pomo está frío y le quema la mano. El color rojo del suelo, el atardecer, los pájaros. Y al borde del abismo, la silueta de un hombre contra el horizonte.
Laura tiene que enfocar, ha olvidado las gafas. Se acerca, despacio, y entonces lo ve.
Está ahí, dispuesto a saltar. En este pueblo no hay otro sitio donde matarse.
¿Qué demonios se hace en estos casos? Huir, dar marcha atrás; hacer como que no se ha visto nada. Pero no puede. No puede hacerlo.
–Oiga –apenas susurra –, no se asuste, no se asuste, por favor.
Él se da la vuelta, todavía agarrado a la baranda.
Después, silencio. Los tejados, el bosque, el mar que no se ve. La nada.
–Oiga. –Laura insiste. –No irá a saltar delante de mí.
–Pues lárgate. Cierra los ojos. Yo lo tengo decidido, de hoy no pasa.
–Le conozco a usted. Es ese escritor, el del libro con la tapa naranja.
El hombre ríe. La suya es una risa amarga.
–¿No sabes cómo se llama?
–No señor.
–He escrito muchos. ¿No has leído nada?
–No, lo siento. Pero hay carteles suyos por todo el pueblo. Es un homenaje, ¿no? Una fiesta de cumpleaños.
Al fin baja. Ni siquiera se ha parado a pensarlo, es más bien el instinto, la curiosidad.
–Uno vuelve a su pueblo con intención de morir en paz y mira, mira la que se arma.
–Pero ¿por qué?
Él tantea la baranda, el rebate. Los palpa. Después se sienta en el suelo.
–Eres una cría, ¿verdad? Tienes esa voz.
–¿Es que no me ve?
–Apenas un bulto. No. Me ha costado mucho llegar aquí. Entre lo viejo y lo ciego… Y al final, pues ya ves, para nada.
Laura esboza una disculpa, pero él enseguida la calla.
–No creo que fuese a saltar, de todas formas. El que quiere matarse lo hace. Ya está. Se mete uno lo que sea, se tira delante de un coche. Pero venir hasta aquí y ponerme a hablar contigo… ¿Cuántos años tienes?
–Dieciséis.
–¿Y qué cojones haces?
Laura guarda silencio. Le gustaría ser valiente. Decir: yo también iba a saltar. También me lo estaba pensando. Contarle todo lo que dio a André, tanto amor, tantos años. El bochorno que fue llevarlo a casa, cuando las excusas dejaron de servirle; dar explicaciones, justificar la ausencia de una madre que apenas pasaba por casa, el letargo de un padre sobrepasado de alcohol y diazepam, los gritos de su hermana o el olor de una abuela que se pasa el día guisando. La libertad después de haberse mostrado, la felicidad de sentirse querida, la confianza con que se quitó la ropa la última tarde que lo vio. Recuerda haber hecho demasiadas preguntas; todavía, por las noches, escucha su propia voz:
–¿Estoy gorda? André, ahora que me ves así, ¿piensas que lo estoy?
Y el dolor. Por encima de todo, Laura quisiera hablar de ese dolor que la partió como un rayo cuando supo que él había tenido su oportunidad, que al fin había entrado en el equipo, que después de entrenar le habían invitado a unas pizzas y después de todo él había resultado ser como ellos, uno más; André solo quería tener amigos. Que aquella vida suya y aquellas vergüenzas que le había mostrado habían sido su pasaporte: ahora ella y su casa sucia, y su padre borracho y las varices de su abuela; ahora sus muslos y los complejos por los que tanto había llorado, y las palabras de amor que se había atrevido a susurrar eran la comidilla del pueblo y desde entonces ha querido desaparecer.
Pero no se atreve. Solo dice:
–Es que no comprendo el mundo.
El hombre sonríe. Parece recordar.
–Bueno, son los dieciséis. Que no lo entiendas es lo normal. Deberías leer, hazme caso. Los libros tienen las llaves. Si te asomas y lo haces bien, a lo mejor comprendes que no hay por qué comprender.
–¿Quiere que compre sus libros?
–¡Oh, no! Creo que algunos están bien. Ya ni siquiera recuerdo. Otros son bastante malos. Hace mucho que no escribo. Ya no me queda nada. Nada que contar. Creo que me he vaciado.
–¿Por eso piensa en morir?
No hay una respuesta segura. El viejo entierra la cara entre las manos.
–Ya no tengo nada. No me queda una razón. Por eso, tú que puedes, lee. Si yo pudiera… Si pudiera leer estaría salvado.
–¿No tiene a nadie? Que lo haga por usted, digo. Alguien que le lea.
Pero ya es casi de noche y hay que volver. Laura cede su brazo, deja que el viejo se apoye, lo acompaña a casa.
Apenas una luz azul en un camino de olivos. Un ciego y una niña, un bastón y un caminar errático.
Después se dicen adiós, se cierran las puertas, se finge dormir.
Laura se entierra bajo las mantas. Y, por primera vez en tantas noches, no piensa en André.
Llueve. El agua golpea el cristal de la ventana. Más allá de la niebla, se siente nacer una esperanza.
Y cuando es otro día y el viejo reconoce el alba, a lo lejos canta un gallo y suena el timbre en su salón, entonces la muerte alza el vuelo y se aleja, ambos lo saben, ellos son su salvación.
–Ni siquiera sé por qué libro empezar –dice ella.
Pero él lo tiene claro.
–Por este, de la tapa azul.
