Esta leche y estas galletas son imposibles de tragar. Por más que las machaco y las revuelvo es imposible: estoy cansada después de todo el día y además, hoy todo me hace pensar en él.
Echo un vistazo al celador, las dos enfermeras que toman café junto a mi mesa. Ellos también se han fijado en mí, últimamente todo el mundo parece hacerlo. Desde que llegué, con mi maleta y mis despistes, a esta residencia, el cocinero, la rehabilitadora, incluso los demás abuelos que juegan a las cartas levantan la vista y observan los encuentros entre la señora nueva y el viejo de la doscientos dos.
Digo la nueva porque hasta ahora, nadie ha preguntado mi nombre. Creo que ni les importa, pendientes como andan de seguir mis pasos –si es que esto son pasos, con esta lentitud y el andador –y averiguar qué es lo que me traigo con ese otro hombre, ese anciano temible que no ha logrado hacer ni un solo amigo en los casi seis años que lleva aquí.
Él antes no era así. Todavía lo recuerdo. Apenas diecisiete años y esa carita de malo, el pelo revuelto y las ganas; esas ansias, siempre, de prosperar. Me acuerdo de sus ojos, el modo en que parecían vivir por su cuenta, precisamente aquel día, unos meses después de habernos casado, cuando llegó a casa tras un día de limpiar botas y arrodillarse en el asfalto, feliz como nunca lo había visto. Había encontrado algo, decía, aquel cliente que era el dueño de una galería, ese al que había que impresionar. Y recuerdo la entrega, la suya y la mía, sus tardes de pintar, aferrarse al cuadro y olvidarse del mundo y de su mujer; arrastrar yo mi barriga de embarazada y barrer, hacer la colada, preparar la comida y tratar de no molestarlo.
Luego nació la niña y la cosa empeoró. Trabajaba más, si es que era posible, con mayor concentración. La inspiración, decía, había que terminar el cuadro.
Supongo que aún no me perdono haberla dejado con él. Si sabía que al pintar se iba, que no iba a saber cuidarla, entonces, ¿cómo se me ocurrió salir a comprar? ¿Cómo pude dejarlos solos, volver tranquila y superar la visión de mi casa en llamas, los bomberos, las heridas y la tos de mi hija y después el mundo, la manera en que se hundió? Aquella explicación de mi marido:
–Ha sido el viento, el visillo, la vela…
Y yo, que no podía quitar los ojos del cuadro intacto, que lo acusaba de haberlo sacado antes que a nuestra hija, o haberlo sacado después pero haberla abandonado a ella, con sus quemaduras y su llanto, para ir a rescatar lo que él llamaba “tantos meses de trabajo”. Y lo que vino después, las semanas en el hospital y la incertidumbre, aquella presión que él no pudo soportar.
Se fue. Desapareció una tarde después de la visita del médico. Llamaba cada dos o tres días para obtener noticias, hasta que mi voz le partió el alma con aquella última –ha muerto, no había nada más que hacer –.
Lo acusé de haberla matado. Desaparecí. Se podría decir que rehice mi vida. Me casé. No tuve más hijos. Compré una casa. Viajé por Europa. Después enviudé y ahora estoy aquí, muerta de asco con este olor a pollo y a lejía y este plato con galletas secas que debería terminar, si no quiero que una de las enfermeras se levante y se siente junto a mí.
De su vida no he sabido apenas nada. Que siguió pintando, que lo hizo solo, que lleva unos seis años en esta residencia y que hace unos meses, durante mi primera comida aquí, mi mirada se cruzó con la suya y entonces ocurrió el desastre: derramó la sopa, se quemó con ella, trató de levantarse y al hacerlo, tropezó con la mesa y lo vi caer.
Después nos cruzamos varias veces. Él siempre me huía, agachaba la cabeza, yo lo intuía sufrir. Hasta que decidí acercarme y, en pie junto a la mesa donde comía, dije su nombre y detuve el tiempo: por un instante todo se congeló. No había vuelto a llamarlo y él no había vuelto a escuchar mi voz. Entonces me miró como quien contempla a un enemigo que vuelve y en voz muy baja:
–Ya estoy muy mayor. Solo quiero descansar.
Y porque se lo debía, porque la vida para mí ha debido ser más llevadera –solo yo conozco el porqué –, entoné aquella mentira que he debido mantener hasta el día de hoy. Dije que no recordaba, pregunté dónde nos habíamos visto y si mi rostro le era familiar. Fingí un olvido similar al que me ocurre a veces cuando, capaz como soy de recordar mi pasado, olvido lo que he cenado o si lo he hecho, o llamo a mi marido para poner la mesa.
De repente, la voz de un enfermero me saca del ensueño en que caí hace rato. Me pregunta por qué no como, si me siento bien. Y luego:
–¿Lo echa usted de menos, no es verdad? Al de la doscientos dos.
Asiento, ¿para qué mentir? ¿Para qué negar que hoy lo vivo de nuevo, este vacío y esta ausencia suya, este echar en falta nuestros paseos y esas tardes que, si han sido posibles, ha sido solo gracias a que me cree incapaz de recordar? Nos hemos hablado de tantas cosas, en las últimas semanas, he vuelto a verlo en tantos matices.
La otra mañana, mientras desayunábamos al sol de las once, dijo algo así como:
–El café, si no le quema a uno la lengua, no vale para nada.
Y recordé las siestas con las ventanas abiertas, el olor a pintura y a insomnio y su petición exasperante, caliéntamelo de nuevo, una y otra vez.
Ayer, sin embargo, no vino a desayunar. Lo estuve esperando durante horas y no apareció en todo el día. Tampoco esta mañana he podido verlo. He preguntado a las enfermeras pero no han querido ayudarme porque después de todo –¡de toda nuestra historia, lo que hemos pasado! –yo no soy nada de él. De manera que habrá que esperar, terminar la cena, tragar la leche y las galletas y marchar a descansar. Esperar a que todos duerman y entonces, quizá, si no hago mucho ruido, si casi me arrastro, llegue a su habitación.
El celador vigila con desgana. Nadie espera que hagamos nada, quiero decir, esto es una residencia de ancianos, nada que ver con una cárcel. Pero hay que estar pendiente de que ninguno se atragante, no se duerma encima del plato, los viejos somos así.
Entonces nos acompañan a la habitación, nos arropan en nuestras camas, dejan una luz encendida y nos dejan dormir.
Yo, sin embargo, vuelvo al pasillo y trato de recordar: el número, la puerta, la ciento…. doscientos… dos… ¡la doscientos dos!
Y en un instante lo tengo delante y casi vuelvo a perderlo, le faltan algunos kilos y no se ha dejado afeitar.
–Pareces un abuelo.
Sonríe.
–Es lo que soy. ¿Cómo has podido venir? –Y entonces coge mi mano y se llena los pulmones, parece que vaya a arrojarse a un mar que lleva tiempo esperando su salto. –Escúchame. –Dice mi nombre y siento que vuelco. –Hay algo que no sabes y te tengo que contar. Dices que no recuerdas de qué me conoces, si de verdad nos hemos visto alguna vez.
–Recuerdo un tren, un río, una casa…
–Espera, espera y escucha. Necesito tu perdón.
Comprendo. La fiebre, el sudor, la cercanía de una muerte que se huele desde antes de entrar. El viejo que tengo delante comienza a relatar la historia, la nuestra, y parece a punto de echarse a llorar.
–Entonces quise salvar el cuadro, no lo pensé, la dejé allí. Cuando llegaste Clara no paraba de toser, tenía unas quemaduras tremendas… No la pudieron salvar.
Olvida el dolor que me provoca, busca su purga a través de los detalles y con cada palabra, lo presiento, se va sintiendo más libre.
Hasta que no puedo más. Me pongo en pie. Alzo la voz en un susurro y entonces, me libero yo también:
–Sí que pudieron, ¡pudieron hacerlo! Has vivido con esta culpa tantos años y en cambio, yo…
–¿Recuerdas?
–Siempre lo he hecho. Pero me mirabas de un modo que…
–¿Y dices que pudieron? ¿Salvarla? ¿Pudieron de verdad?
Así que ahora es mi turno, es el momento de pedir perdón.
