Ya casi estaba lista. Terminó de abrocharse las botas y apagó el transistor. Después echó un vistazo al espejo y sonrió de medio lado. Se gustaba, siempre había sido así. Lástima que en esta ocasión solo fuese a pasear su belleza por el mercado y tal vez la floristería. Esa noche tenían invitados en casa y había demasiado que preparar.
Supongo que hoy en día resultaría impensable. Pero lo cierto es que por aquel entonces no podría haber extrañado a nadie el hecho de que a la señora M se le prohibiera volver al anticuario.
–No me permite seguir gastando dinero en antigüedades. –Le habría gustado contar. –Dice que no tenemos suficiente, que a partir de ahora habrá que apretar el cinturón. Además, está cansado de que restaure, no soporta el olor de la pintura y me hace perder mucho tiempo. También se ha quejado del barrio; sé que no es el más seguro, ¡pero yo siempre voy a buena hora! Y además, nunca he llegado hasta allí andando…
Pero un desahogo como este habría sido demasiado. Los trapos sucios, pensaba ella, ya se sabe. Además, algo le decía que el barrio, el dinero y el olor a los productos con que restauraba no eran los únicos motivos de su marido.
Se detuvo en la quesería y pidió un par de piezas. El dependiente le sonrió de vuelta y le provocó un sonrojo. «Le gusto –pensó –; el pobre no ha sabido disimularlo». Y entonces se acordó de él.
Cuando el marido le prohibió volver al anticuario, su respuesta fue encogerse de hombros.
–Es solo una forma de pasar el tiempo. Tampoco es que no pueda vivir sin ello.
Pero lo cierto es que las palabras le retumbaban en la sien. Además, la había llamado amor y hacía tiempo que esa palabra, asociada a ese bigote y ese genio y ese cuerpo escuálido le levantaba una nausea casi imposible de disimular.
También entonces pensó en él, el otro, esa sombra que la perseguía y le pisaba los pies. Pensó en la primera vez que lo vio y sintió su mirada clavada en la espalda; en la incertidumbre a partir de entonces, camino del anticuario, inmersa en esa pregunta –¿estará allí, irá? –y el deseo de verlo otra vez. Pensó en él y en lo mucho que habían hablado, en sus tardes de recreo para arreglarse y aparecer distante, saludarlo, pasarle al lado y empaparse de su hambre voraz. Y pensó que quizá, esa aventura suya que no había tenido lugar habría sido sido su verdadera historia de amor.
Pero no había vuelto a verlo. Y ahora había que pagar al quesero y salir a por verduras, algo de pan, un buen pescado.
Cuando tuvo todo lo que había venido a buscar, la señora M volvió a casa. Recorría su ciudad en dirección opuesta al anticuario, peleaba con la tentación y al recordar la cena de esa noche, los compañeros del marido, ¡al marido mismo!, sintió ganas de llorar.
Cerca de la iglesia se detuvo junto a un mendigo. Buscó unas monedas en su bolso y se las lanzó con cierto desdén. Eran las últimas, lo sabía. Ni la ostentosidad de la cena ni esa costumbre de ir dando limosna estaban acorde con su situación. Y en cambio, era necesario: había que mantener la calma y alimentar la imagen que de ellos se tenía. Ya habría tiempo de ahorrar cuando estuviesen solos, despreciarse, morir de frío por no poner la calefacción. Pero por esa noche habría que caldear la casa, vestir la mesa, no dar que hablar.
Cuando llegó al portal de su edificio, una mano le golpeó el hombro. Ese olor, y su voz.
–La he buscado. En el anticuario me han dado su dirección.
–Pero ellos no pueden… ¡No!
–Venga conmigo. Cuénteme qué pasa, por qué ya no viene más.
El hombre de los ojos hambrientos la devoraba a medio metro de distancia. Estaba a punto de saltar, decir adiós al orden en que se había instalado y ser una de esas, una Madame Bovary de los años cincuenta. Y, sin embargo:
–Váyase de aquí. Mi marido está a punto de llegar.
Dijo que lo amaba y que jamás se iría de su lado. Rechazó la ayuda. Pidió no verlo nunca más.
Después subió las escaleras con el alma rota y la seguridad de haber dejado claro que era feliz y tenía una vida envidiable, sin ninguna nube que espantar.
