La huerta 🌺

Existe un verano, en alguna estación del tiempo, al que siempre querré volver. 

La palmera, el jazmín, la voz de papá. 

Vuelvo.  

Durante toda mi infancia, estos recuerdos que ahora evoco con ternura fueron, al menos durante los domingos, una de esas realidades amadas que cuando aún acontecen, lejos del echar de menos, pasan desapercibidas, por felices que nos hagan, disfrazadas de cotidianidad. 

Aquel verano regresaba, cada año lo mismo, el catorce de junio, día de mi santo, el santo de la abuela, de mi prima, de mamá. Tan sufrida había sido la espera, los últimos meses del curso escolar, que al espectáculo aquel asistíamos  -al menos yo lo vivía de ese modo -, con una impaciencia y un deseo que no he vuelto a sentir nunca más. Los aspersores, el rosal, la piscina llena y el césped regado venían a ser el telón, como un anuncio de lo que estaba por llegar. 

Se inauguraba entonces una época bellísima, de la que aún conservo ciertos recuerdos que andan dormidos y hoy, que la luz y el agua de esta otra piscina vienen a golpear las nostalgias, vuelven a despertar. 

Puedo ver al abuelo sentado en su butaca, con las gafas de sol y la camisa de lino, la jarra de cerveza helada y el tomate con sal. Puedo ver a mi padre subido a una bicicleta, rodeado siempre de niños, a lo lejos por el camino de piedra. Y si presto atención puedo oler la hierba, el cloro, y escuchar el griterío de los chiquillos que juegan, mamá, mírame mamá, ahora de bomba y ahora el pino y después de cabeza. No comprendo cómo no nos la llegamos a abrir.

No creo que ninguno de nosotros -¡y éramos muchos! -sobreviviera a tantos domingos durante tantos años sin hacerse un buen corte con los azulejos blancos de la alberca, ni pienso que uno solo se haya librado del manguerazo antes del baño, o el llanto amargo y el botiquín y la Mercromina después de una buena caída.

Llegábamos por la mañana. Atravesábamos el camino que trazaban las adelfas y en medio del campo, de los olivos y el ladrar de los perros uno podía sentirlo, la paz de los domingos, la libertad de aquel verano nuestro.

Poníamos un pie en ese pedazo de mundo que era para nosotros un paréntesis, y enseguida las horas cambiaban su ritmo y aunque quisiéramos estirarlos, los días se empezaban a acortar. Con los bañadores puestos y a menudo sin zapatos, corríamos como salvajes alrededor del arco, la fuente, el nogal y -aunque esto solo los valientes -hasta las tinajas o la noria donde nos habían prohibido llegar.

Entonces nos llamaban a la mesa y acudíamos como locos, engullíamos y nos moríamos por terminar y volver a zambullirnos en el agua, salpicar a los adultos que para esa hora ya debían haber empezado a comer bajo la parra. Recuerdo los colores, el gazpacho, la tortilla, un mortero amarillo y unos vasos de plástico. Las sobremesas que parecían durar años y que yo aprovechaba para escapar a la despensa, descalza y en puntilla, y arrasar con la caja de lata donde mi abuela guardaba el chocolate con leche.

Si había suerte, por la tarde, a eso de las seis, alguien se aventuraba a hacer una excursión al pueblo y volvía con helado y galleta. Había que salir y secarse para poder merendar. 

Y aprovechábamos el sol, lo exprimíamos hasta agotarlo, y después la luz se volvía rosa y llegaba el momento de la ducha. Nos recuerdo sentados en el césped, esperábamos nuestro turno y con más o menos ganas nos dejábamos enjabonar bajo un grifo al aire libre, junto a la baranda de hierro donde nos esperaban las toallas, las avispas y algún albornoz. Nos vestían, con aquellos petos y aquellos polos de colores, las Victoria de todas las tallas y allí, sentaditos alrededor de los abuelos -recuerdo sus hamacas, la tumbona naranja de la abuela, los sillones diminutos donde alguna vez dejamos de caber -devorábamos un bocadillo y un batido y comenzábamos a darle vueltas al tema y el abuelo nos azuzaba, hace falta convencer a mamá, queremos quedarnos otro rato y a ver cómo lo hacemos, a lo mejor ir a por churros o jugar o hacer teatros. El caso era no marcharnos jamás.

Luego ocurrió que crecimos. No recuerdo cómo ni cuándo. Lo único de lo que estoy segura es de que mis primas y yo nos tumbábamos a tomar el sol, hablábamos de aquellos temas que por aquel entonces lo eran todo y nos fingíamos mayores, dejábamos pasar el tiempo, lo dejamos escapar. 

Hoy, que esos veranos más allá de las tinajas han quedado atrás, he querido cerrar los ojos y al calor del sol, a la impresión de mis pies descalzos sobre la hierba, me esfuerzo y apenas consigo lo que quisiera: la exaltación agreste de la infancia, poderla recuperar.

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