Caminar de fantasma.

Aquella última noche, horas antes de su muerte, Gustavo cerró los ojos y sonrió por primera vez en mucho tiempo, convencido de haber encontrado al fin la manera de demostrar que no estaba loco. 

Ahora sí me van a creer. Y se revolvía bajo las sábanas, muerto del gusto y de las ganas de ver salir el sol. Ahora sí van a ver que existe, esta vez se le ha ido de madre, se ha dejado ver, ese ha sido su error. 

La primera vez que la vio fue en El Bosque de Bolonia. Caminaba como abstraído del mundo, escuchaba el cantar de los pájaros y fluía con el paso del tiempo. Hasta que, desde las ramas de un roble, un silencio estrepitoso le obligó a detenerse. Uno de los cantores había dejado de serlo y contemplaba, con un sosiego inquietante, el horizonte dorado donde una negrura capaz de arrancarle el alma se había puesto en pie. Y enseguida se abrió la herida, el terror a perderlo todo, la seguridad de una muerte inminente, el vértigo abrumador; las horas de echar de menos, perder la alegría y quedar, en una palabra, vacío de todo cuanto le hacía vivir. 

De manera que huyó. Voló de París y se juró no volver a pensar en la sombra que parecía haber nacido del abismo callado tras silencio del pájaro aquel. Y podría decirse que sí, tras varias semanas, alcanzó a olvidar. 

No fue hasta mucho más tarde, una mañana de marzo y de luz en las persianas, de gramófono y de olor a pastas y té, que el vaivén de un visillo volvió a parirla, la oscuridad espectral, y de nuevo el latigazo y el suelo abierto, la nostalgia, el tiritar sin frío y el hormigueo en los pies. Salió de casa sin saber si algún día se atrevería a volver. 

Desde entonces han sido tantos los momentos en que este monstruo intangible se le ha puesto en medio, nace del llanto de un bebé de seis meses, de la calma extraviada con que una marioneta  yace junto a la basura del barrio, de la respiración extraviada del anciano aquel. En un momento está allí, emerge con su negrura incalculable, ese caminar de fantasma, y en el soplo de muerte y la naúsea y la desolación, Gustavo lo reconoce, lo mira de frente, sabe que es él. 

Y han sido tantas las ocasiones en que ha tratado de explicar, darle un nombre, convencer a su pareja, a sus padres o su mejor amigo de que existe, que tiene brazos y hasta sonríe, que viene y va y brota de lo cotidiano y lo deforma hasta asfixiar. 

Pero no lo ha logrado nunca. El miedo es tan inteligente que jamás se deja ver. 

Hace algún tiempo, sin embargo, la madrugada del primer miércoles de mayo, en una carretera secundaria camino de un pueblo que aún dormía, la luz del coche que le andaba detrás y le deslumbraba hasta cegarlo desapareció sin fragor, y tras él solo quedó la nada. Y allí mismo, del asfalto y los olivos emanó el perfil umbroso de piernas alargadas. 

Y como durante tantas semanas se ha repetido la escena, siempre el primer miércoles de cada mes, el siete de agosto del pasado año Gustavo decidió mostrarlo, acompañadme y os juro que esta vez vais a creerlo, que existe la sombra, existe el viento aquel del que tanto os hablo, fijaos bien que ya es la hora, ya podéis verlo, veis las luces encendidas y ya, ya, que van a dar  las seis, y entonces el coche tomó la primera salida hacia un camino de tierra vacío de misterio y sin más se perdió entre los árboles. 

Ni rastro del monstruo, ni del abismo ni del desgarro en lo más hondo de su ser. 

De manera que condujo de vuelta y al llegar a casa, con los bolsillos llenos de burlas y de consejos varios, como si el miedo se hubiese querido sumar a la broma, la televisión se encendió por su cuenta y una risa parecida al canto de los pájaros de El Bosque rajó las paredes del salón. Y fue tan grande la grieta, más que nunca, y tan hondo el vacío, y la ventana estaba tan abierta que fue un segundo, déjame ir, no quiero sentirte nunca más. 

Un salto al vacío y en cuestión de minutos la calle entera se convirtió en sollozos y gritos y sirenas. Y las tinieblas aquel que le habían llevado a la muerte, abandonaron para siempre la ciudad. 

 

 

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