Ocho de la tarde de un lunes cualquiera. Si pudiera callar ese tic-tac.
Ocho de la tarde y esta luz rosa que se extingue, que apenas dura un segundo y que quisiera poder atrapar.
Pero se escapa, se escapa.
Como lo hacen las nubes aquellas, el olor del mes de marzo o la vida de mi madre. Se escapa, esta luz, como las mañanas de trabajo que apenas han comenzado cuando, después de haber escrito dos líneas, comienzan a expirar. Como las noches con él o conmigo, o los días de descanso que siempre duran menos de lo que cabría esperar.
Se escapa, el tiempo, y huye de mí esta época feliz e irrepetible, y tengo miedo de abrir los ojos alguna vez y que ya no sea mayo ni sean mis treinta; que, sin haberme percatado, como la arena que esparce el viento y nunca más vuelve a su playa, haya yo dejado ir los matices que hicieron de cada instante algo más que eso y que fueron, una vez perdidos es fácil verlo, la auténtica felicidad.
Se escapa el tiempo y este nervio con que deseo dominarlo es tan enérgico que, en su infinita pretensión de ser real, me duele en el estómago y en las palmas de las manos. Y entonces las abro y lo hago girar.
Hacia atrás los años, los minutos se aceleran, los segundos congelados. Es un juego, son las cuerdas de una guitarra y mis dedos crispados que las separan, que las hacen temblar al son de esta melodía que es la vida de la gente. Presiono, cruzo y cuando se rozan me asomo al espejo. La niña de ocho años sonríe a la anciana que fui.
Y es entonces que me sosiego, que pido calma y hago tronar el ingenio y ahora ya sí, sé cómo hacerlo.
No volverán a volar los momentos dichosos. Me quedaré a vivir en ellos tanto tiempo como desee, y podré visitarlos de nuevo y los encontraré siempre a estrenar, jóvenes y sempiternos. Y en este ir y venir de un mar de momentos escogidos con esmero, en esta corriente de flujos que es ahora mi vida ya no se madruga, no se agota el tiempo y no se encuentra el sentido, puedo darme cuenta de que he tropezado con la terrible trampa del hastÍo, ahora que se ha perdido el miedo a desaprovechar aquello que si alguna vez tuvo valor, fue por su caducidad.