Ni en un trillón de años podría expresar lo que hoy siento. Sentada en esta mecedora junto a la ventana del hogar donde logré encontrarme, cara a cara con la vida y los recuerdos y el rostro de la única mujer a la que debo lealtad.
Ni en un trillón de años.
Este abrir los brazos y las ventanas y los ojos y respirar el estío que resurge entre las nubes, el rayo de sol que ha venido a dorarme el pelo y recordar, porque es inevitable, aquella tarde en la playa, después de haberlo matado, libres ya del laberinto y el minotauro, y de mi padre y los vientos furiosos de Creta. Aquella tarde de sal y de arena, los ojos de Teseo se me habían clavado en la piel y, a pesar de la libertad que me florecía en el pecho, las cadenas de las que nunca me había separado apretaban con fuerza y se burlaban de aquella esperanza, que había tenido alguna vez, de poder librarme de ese cuerpo y esos padres y ese destino maldito de ser la mujer, la mujer de Teseo, la mujer de.
Y Teseo, tan joven y tan valiente y tan incapaz de hacerme feliz, removía su tristeza en la orilla y me preguntaba cómo, qué necesitaba, qué más podía hacer. Si estaba dispuesto a todo, a darse a mí, casarse conmigo, darme Atenas y cualquier deseo que se me pudiera antojar.
Cualquier deseo menos uno, se me ocurrió decirle, cualquiera menos la ansiada soledad. Un sendero propio por donde encontrarme conmigo, decidir quién soy, atreverme a saltar.
Gracias a los dioses por aquel hombre que supo escucharme; que no me amaba o si lo hizo, supo dejarme escapar.
Gracias por el camino, juntos, de vuelta a Creta y a los pies de Pasífae y lo siento, mamá, conseguí librarnos de la manía que nos había envuelto, fui obediente, serví a Teseo pero ahora… Ahora no quiero casarme. Deseo, ¡lo deseo y lo exijo, si es que pretendes evitar que alguna vez llegue a oídos de Minos que me obligaste a colaborar!, caducidad para este cuerpo que detesto, pues su belleza deslumbra y eclipsa a mi verdadero ser; deseo la oportunidad de desaparecer, retirarme de este lugar que aborrezco y hacerme vieja y sabia y dueña de mi sino. Puedes contar lo que te plazca. Contar, por ejemplo, que me abandonó en la playa; que me quedé dormida y lo perdí. Que me casé con un dios, ¡el que prefieras!, y me retiré al Olimpo. A cambio solo pido un refugio y una vida tranquila donde aprender y tomar decisiones sin necesidad de explicarlas.
De manera que hoy, tantos años después; tantos, por otra parte, renegando de la importancia de la apariencia física y evitando mi reflejo hasta haber dado con él; hoy, que puedo oler de cerca el perfume del deceso y contemplo la vida desde la altura que proporciona el fin; he decidido, sentada en mi butaca, mirarme a los ojos antes de morir.
Y he de decir que no me reconozco. Que esa mujer de cabellos blancos y piel de pasa que me sonríe con seriedad desde el espejo no es la Ariadna que recordaba; que veo en sus arrugas la felicidad que ha cultivado, y en sus ojos la sabiduría con que decidió vestirse alguna vez. Que esa mujer se quiere y se respeta como nunca, jamás, yo me amé.