Alzar la mirada.

El ruido no me deja pensar. 

Dentro de la casa. El ruido. 

Las paredes se acercan. El techo, cada día baja más. 

Quisiera dormir, concentrarme, poder trabajar. Quisiera acallar los gritos, otra vez, las voces de los niños y el corre corre por las habitaciones, el pasillo, el baño; volver, en una palabra, al silencio y a la limpieza de mi mesa en la oficina, el cansancio acomodado detrás del cristal. 

Echo de menos el camino. Sacar la nariz al frío, saludar al vecino, el olor del pan. Comprar la prensa, por ejemplo, lanzarme a la boca del metro y dejarme tragar. Echo de menos el sol en la nuca, la cerveza de después al salir de trabajar. Y el éxito, también, la satisfacción inexplicable al terminar la jornada y contarme que sí, que hemos cumplido, el día ha cobrado sentido y mañana… Mañana, sin duda, otros problemas vendrán. 

Pero mañana abrí los ojos y el mundo era otro, las normas han cambiado, ya nada es igual. Mañana hay que quedarse en casa, hacerlo todo desde aquí y este ruido… 

No me deja pensar.

Y las paredes y el techo…

Al principio, los primeros días de este encierro que parece dispuesto a durar para siempre, la cosa era bien distinta. El caos, los sentimientos erizados, la cuerda floja de la irrealidad. Inventábamos, han pasado semanas pero parecen años, estábamos tan creativos. En las ventanas, como gatos llenos de vida, aplaudíamos y cantábamos y nos regalábamos al resto en aquella fiesta de la solidaridad.

A mí me costó sumarme. Sería, no lo sé, mi obsesión por Kundera y aquella lucha contra el Kitsch que en algún momento de la lectura se me metió por las uñas, bien hondo bajo la piel. Sería este sentido del ridículo o la rebeldía que me impele a nadar a contracorriente en tantas ocasiones, sin tener apenas un porqué. Todas esas palmas, las bocinas y los himnos y al final, pues sí, porque uno no es de piedra y a veces cae en abismos que necesitan del otro, porque esta soledad no se lleva de cualquier manera, no es tan fácil, al final ocurrió que salí al balcón porque quería fumar y entre unas cosas y otras, me avergüenza decirlo, comencé a llorar. Aplaudía, yo también, emocionado. Muerto de miedo y de incertidumbre, porque en este momento uno piensa todo el tiempo en la muerte, la propia y la de los otros, y en la miseria y el dinero y lo que nos quedará por pasar. 

De manera que lo he decidido hoy mismo: al balcón no voy a salir más. Si yo solo quiero centrarme, por favor, es lo único que pido, una tarde productiva y trabajar, trabajar, trabajar…

Pero el ruido…

Pido silencio. En la casa. Dentro. Necesito algo de paz. 

Y en cambio es el teléfono, todo el tiempo. Dígame. Y escucho su respuesta y me atraganto. Se muere de angustia, no ha podido dormir. Necesita hablar conmigo. Mamá…

Después llaman a la puerta y sin esperar entra ella, solo quiere un beso, Nico no ha hecho la tarea y Paula anda llorando en su habitación porque es incapaz de dibujar no sé qué cosa que…

Necesito trabajar. 

Pido silencio. Silencio. Una vez más. 

Y pasan los días y las semanas y la noche sigue al sol en un bucle sin sentido, supongo que terminará algún día, todo esto tiene que acabar. 

Hoy, sin embargo, puedo decir que he tocado fondo. Que nunca, lo juro, nunca antes me había sentido igual. Este vacío. Las paredes casi se rozan y el techo… He terminado. Ya no tengo nada más. No ha surgido trabajo nuevo y el que tenía entre manos está enviado y ahora qué, por favor, no quiero ni pensar. 

La habitación está tan oscura. Por algún motivo solo veo mis pies. Ahí, donde andaba siempre el teclado, se mueven ahora las zapatillas de cuadros y el final de un pijama que apenas reconozco como propio. Camino y el suelo cambia pero no lo hace porque es siempre estos listones de madera y esto es tan pequeño que…

Después la voz de Nico me pide que vaya a cenar.

Ahí están la mesa, el mantel, el plato con la comida… Esto no puede ser. Estas ganas de hacer algo, esta necesidad de rellenar el tiempo y sentirme culpable y hacer, hacer, hacer…

–Papá. 

Y entonces lo hago. Alzo la mirada y puedo verlos, aquí están. Aquí es donde han estado siempre solo que yo… Y ahora que me fijo Nico es ya casi un hombre, Paula ha crecido y ella, suerte la mía, sigue siendo la misma y nunca ha querido marcharse y ahora recuerdo, aquellos años que quedan lejos, aquello era vivir de verdad. 

De manera que salgo, hoy sí, y aplaudo y doy las gracias. A la vida, por este paréntesis en que debo reencontrarme con tantos y con tanto y por este miedo atroz que, suerte la mía, puedo combatir desde mi hogar.

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